Perdiendo a los perdedores
El espectador podrá pensar lo que quiera de El hombre más buscado, pero debería saber que este tipo de películas está en extinción. Que nadie lo ponga en duda: esto es definitivo. Menos mal, dirán algunos. Otros no tenemos la misma sensación, de partida porque se trata de una buena película, en la cual Philip Seymour Hoffman termina por redondear, esta vez como protagonista, su perfil de perdedor, que fue posiblemente uno de los rasgos que mejor lo identificaron en su carrera. El otro fue su inclinación a personajes “raros”, excéntricos, enfermos, distorsionados, para los cuales su cara, su color, su gordura y esa extrañeza incómoda asociada a su presencia fueron siempre un imán. Al final ya no se sabía si a Hoffman buscaba estos papeles porque eran parte suya o si sólo se los daban a él porque estaba en mejores condiciones que otros actores para encarnarlos. Lo más probable es que sea una mezcla de ambas cosas. Los actores, después de todo, también son responsables de su carrera.
Pero el tema de fondo no es ése sino el campeonato de regresión mental mezclada con efectos especiales en que se ha convertido la industria del cine. Hoy basta ir a cualquier función para saber que lo que manda y lo que viene no son películas como El hombre más buscado, obra del realizador holandés Anton Corbijn. No es extraño que esos anticipos de cartelera que son las sinopsis hayan llegado a ser una experiencia de especial violencia para el espectador que no esté preparado a tanta violación. Ver sinopsis hoy es someternos a una agotadora sucesión de explosiones, tiroteos, griteríos y desastres cósmicos o intergalácticos. Ya no hay espacio para conflictos humanos o de gente común y corriente. El que menos pinta tiene musculatura de superhéroe y lo pasará mal si no sabe volar, disparar en el aire, saltar de un avión a otro o administrar poderes telequinéticos. Estas estupideces corresponden al tipo de fantasía que se impuso y es lo que está haciendo difícil distinguir entre la secuencia de una cinta de acción y un videojuego pasado a brutalidad y efectismo.
Ciertamente esto no tiene nada que ver con el tipo de héroe de la última película de Hoffman, un grisáceo agente instalado en Hamburgo que le está siguiendo la pista, por un lado, a un joven checheno recién llegado a la ciudad y, por otro, a una organización que en principio tiende puentes de colaboración entre el mundo islámico y Occidente. Como en el caso de otras novelas de John Le Carré -porque se trata de una adaptación- y como ya es una tradición en el cine policial y de espionaje de mayor densidad moral, también aquí el protagonista viene de una derrota y lo más probable es que vaya camino a otra. Pocas veces el espionaje pareció tan poco glamoroso, rasgo que es la marca de fábrica de la mirada de Le Carré sobre el espionaje. No solo hay poca sangre y acción; también hay exceso de fatiga burocrática y decepción.
Está claro que películas así no mueven multitudes. Es difícil que alguien se proyecte con un protagonista como este, tan ajeno al estándar que el cine de acción tiene para con sus héroes. Más difícil aun es la tolerancia al fracaso reiterado. No es para ver estas cosas que la gente suele ir al cine. Pero curiosamente, la experiencia está lejos de ser puro masoquismo. Al final, algo aprendemos de nosotros mismos con estas películas. Algo sugiere que para Le Carré el fin de la Guerra Fría, lejos de iluminar el horizonte, lo ensombreció todavía más. Algo más llegamos a saber sobre lo difícil, lo enrevesado que se ha vuelto mantener la conciencia a flote en estos días.
Por la cartelera han pasado este año muchas películas. Pero son muy pocas las que han dejado alguna huella. Estamos perdiendo a los perdedores. Paradójicamente, esto hará del ir al cine una experiencia harto más triste.
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