Columnistas
Diario El Mercurio, Domingo 07 de septiembre de 2014
“El verano de los peces voladores”
"En la película, poco y nada se dice directamente. Afirmar que la cinta aborda el conflicto mapuche es ir demasiado lejo
El reciente estreno de “El verano de los peces voladores”, el primer largometraje de ficción de Marcela Said (1972), directora chilena que hasta ahora había hecho una interesante carrera en documentales, coincide en la cartelera con la cinta argentina “Relatos salvajes” y no está muy lejos, en tiempo, de la francesa-iraní “El pasado”.
No deja de llamar la atención que estas dos últimas películas, pese a poseer un tono y una naturaleza muy distintas, hayan mostrado un fuerte énfasis en la construcción de su trama, en cómo encadenar sus distintas partes y luego ir revelándolas cuidadosamente. En ellas, parece que nada se deja al azar y todo se mueve con la exactitud de un engranaje suizo. Este estilo de cine tiene la desventaja de generar la sensación de determinismo sobre el destino de los personajes, como si lo que fuera a suceder estuviera ya escrito (como de hecho lo está). Al mismo tiempo, sin embargo, permite armar películas más redondas y pulidas, con una dirección clara y un sentido nítido; historias más completas en su totalidad, donde los espectadores nos subimos y nos dejamos llevar cómodamente sentados, con la seguridad de saber que quien maneja sabe muy bien hacia donde va.
“El verano…”, en cambio, es un buen ejemplo de cómo solemos asumir el cine en Chile, donde, por razones opacas, es muy raro que una película muestre una trama firme, conducente, poderosa. “El verano…” sigue la mirada de Manena (Francisca Walker), una adolescente que pasa el verano en el fundo de su padre, Pancho Ovalle (Gregory Cohen), donde todo es cómodamente burgués, ella se mueve con libertad y parece ser la única que siente la inminencia de un conflicto con los mapuches de la zona. La cinta, como comentó Antonio Martínez, trabaja con la alusión como mecanismo principal; es decir, mucho se insinúa pero poco y nada se dice directamente. Así, se alude a una relación amorosa, se alude a una depresión de la madre (María Izquierdo), se alude a un hastío del padre y se alude a un conflicto ético/social/territorial. Pero ninguna de estas líneas se explora lo suficientemente lejos como para armar una historia con ella. La cinta prefiere pincelazos que arman un boceto, mediante el cual se da cuenta de una atmósfera, de una sensación, de un estado de las cosas, algo indefinido que, sin embargo, está presente. Said también muestra capacidad de observación para pequeñas escenas cotidianas, aparentemente sin importancia, como cuando los adultos se quedan bebiendo después de la comida o miran televisión todos juntos, arriba de una cama, en una mañana fría. Todo esto intriga y suma hasta cierto punto, pero concreta poco. Así, por ejemplo, decir que la cinta aborda el conflicto mapuche es ir demasiado lejos. Apenas realiza unos apuntes aquí y allá, pequeñas luces que permiten concluir poco y nada.
Pese a todo lo que ha avanzado el cine chileno en los últimos quince o veinte años, no cabe duda de que todavía nos falta un buen trecho por madurar. Así como no somos capaces de armar historias sólidas, tensas y engranadas, también nos cuesta abordar temas políticos o sociales de una manera más frontal o global. Son dos cuerdas de la misma trenza y ambas se nos escapan. Para no ir a buscar ejemplos tan lejos, cuando uno ve las cintas del argentino Pablo Trapero, como “Elefante blanco” (2012) o “Carancho” (2010), además de asistir a una historia intensa y sin lagunas, termina con la impresión de haberse sumergido en conflictos indudables de la sociedad argentina, como la vida en las villas miserias o la corrupción en el sistema de salud. Algo muy parecido hace “El estudiante” (2011), de Santiago Mitre, guionista habitual de Trapero, con el mundo de la política en la Universidad de Buenos Aires. No hay duda de que todo debe estar muy ficcionado, pero también hay que reconocer —y admirar— el coraje de ir de frente al conflicto, sin congelarse en el temor a errar, quedar corto o mal parado. En Chile, muy pocas cintas se hacen con este arrojo. La alusión es más sugerente pero también mucho más cómoda. Presiento, además, que la poca sintonía que el cine chileno tiene con su público podrá comenzar a solucionarse cuando seamos capaces de dominar estas cuerdas —trama y conflicto social— que quedan girando en el aire.
No deja de llamar la atención que estas dos últimas películas, pese a poseer un tono y una naturaleza muy distintas, hayan mostrado un fuerte énfasis en la construcción de su trama, en cómo encadenar sus distintas partes y luego ir revelándolas cuidadosamente. En ellas, parece que nada se deja al azar y todo se mueve con la exactitud de un engranaje suizo. Este estilo de cine tiene la desventaja de generar la sensación de determinismo sobre el destino de los personajes, como si lo que fuera a suceder estuviera ya escrito (como de hecho lo está). Al mismo tiempo, sin embargo, permite armar películas más redondas y pulidas, con una dirección clara y un sentido nítido; historias más completas en su totalidad, donde los espectadores nos subimos y nos dejamos llevar cómodamente sentados, con la seguridad de saber que quien maneja sabe muy bien hacia donde va.
“El verano…”, en cambio, es un buen ejemplo de cómo solemos asumir el cine en Chile, donde, por razones opacas, es muy raro que una película muestre una trama firme, conducente, poderosa. “El verano…” sigue la mirada de Manena (Francisca Walker), una adolescente que pasa el verano en el fundo de su padre, Pancho Ovalle (Gregory Cohen), donde todo es cómodamente burgués, ella se mueve con libertad y parece ser la única que siente la inminencia de un conflicto con los mapuches de la zona. La cinta, como comentó Antonio Martínez, trabaja con la alusión como mecanismo principal; es decir, mucho se insinúa pero poco y nada se dice directamente. Así, se alude a una relación amorosa, se alude a una depresión de la madre (María Izquierdo), se alude a un hastío del padre y se alude a un conflicto ético/social/territorial. Pero ninguna de estas líneas se explora lo suficientemente lejos como para armar una historia con ella. La cinta prefiere pincelazos que arman un boceto, mediante el cual se da cuenta de una atmósfera, de una sensación, de un estado de las cosas, algo indefinido que, sin embargo, está presente. Said también muestra capacidad de observación para pequeñas escenas cotidianas, aparentemente sin importancia, como cuando los adultos se quedan bebiendo después de la comida o miran televisión todos juntos, arriba de una cama, en una mañana fría. Todo esto intriga y suma hasta cierto punto, pero concreta poco. Así, por ejemplo, decir que la cinta aborda el conflicto mapuche es ir demasiado lejos. Apenas realiza unos apuntes aquí y allá, pequeñas luces que permiten concluir poco y nada.
Pese a todo lo que ha avanzado el cine chileno en los últimos quince o veinte años, no cabe duda de que todavía nos falta un buen trecho por madurar. Así como no somos capaces de armar historias sólidas, tensas y engranadas, también nos cuesta abordar temas políticos o sociales de una manera más frontal o global. Son dos cuerdas de la misma trenza y ambas se nos escapan. Para no ir a buscar ejemplos tan lejos, cuando uno ve las cintas del argentino Pablo Trapero, como “Elefante blanco” (2012) o “Carancho” (2010), además de asistir a una historia intensa y sin lagunas, termina con la impresión de haberse sumergido en conflictos indudables de la sociedad argentina, como la vida en las villas miserias o la corrupción en el sistema de salud. Algo muy parecido hace “El estudiante” (2011), de Santiago Mitre, guionista habitual de Trapero, con el mundo de la política en la Universidad de Buenos Aires. No hay duda de que todo debe estar muy ficcionado, pero también hay que reconocer —y admirar— el coraje de ir de frente al conflicto, sin congelarse en el temor a errar, quedar corto o mal parado. En Chile, muy pocas cintas se hacen con este arrojo. La alusión es más sugerente pero también mucho más cómoda. Presiento, además, que la poca sintonía que el cine chileno tiene con su público podrá comenzar a solucionarse cuando seamos capaces de dominar estas cuerdas —trama y conflicto social— que quedan girando en el aire.
COMMENT:
ResponderEliminarMi comentario tal vez, o más bien
sin duda proviene de mis limitaciones.
En forma un tanto inadvertida,
por circunstancias de la vida,
sin proponérmelo, y sin lamentarlo,
dejé de ir al cine,
con esporádicas excepciones,
hace cerca de tres décadas
por lo que cualquier observación
del suscrito, proviene de lecturas
a comentarios de críticos
de cine principalmente.
Cuando leo cierta crítica literaria
-no he dejado de leer,
aunque de ninguna manera
puedo ser considerado
un lector voraz, ni mucho menos-
percibo en algunos de dichos comentarios
algo que el arte refleja con crudeza:
el de una sociedad enferma.
Se requiere de una enorme resiliencia psicológica,
una gran fortaleza para estar expuesto de motu proprio
a horrores de la vida para soportar los males de los demás.
Algunos parecieran lograr dicha fortaleza
en encontrar culpables, poco y nada
ha cambiado el arte para mejor,
el estado de situación que se denuncia y critica.
No es su rol tampoco.
Tal vez en la alusión,
no haya tanta inmadurez
ni una actitud timorata y complaciente,
sino que ciertas situaciones extremas
y trágicas no necesitan ser enfatizadas
ni subrayadas, a no ser que el punto de vista,
el tratamiento y desarrollo de la trama
se sostengan por sí solos como arte,
o contribuyan aunque tangencialmente
y a través de la propia reflexión
del espectador a hacerlos más sabios,
lúcidos y compasivos con la condición humana.
Para bien o para mal está en la idiosincracia.
Evolucionar de nuestra situación actual,
en parte atávica, pareciera que no se logrará
sino se respeta el ritmos de maduración
que cada nación, como cada persona requiere.
Poner atención a la alusión
no significa necesariamente
propiciar la elusión.
Coctea definió la prudencia de la audacia
como el saber hasta donde llegar demasiado lejos.