"Monseñor Goic denunció el apuro del Gobierno. Y tiene toda la razón. La seguidilla de proyectos elude el diálogo y entrega a los técnicos, y no a la ciudadanía o sus representantes, la última palabra..."
Al referirse a las reformas educacional y tributaria, monseñor Alejandro Goic, vicepresidente de la Conferencia Episcopal, se declaró preocupado por lo que llamó un "frenesí legislativo" del Gobierno. Insinuó que ese frenesí estaba acompañado de carencia de diálogo.
Casi inmediatamente, el ministro del Interior, Rodrigo Peñailillo, explicó que el Gobierno tenía "un programa ambicioso" que debía llevar adelante. Después de todo, y como lo ha dicho la Presidenta otras veces, ¿acaso el Gobierno no debe realizar sin más la voluntad de la mayoría? ¿Por qué sería malo, entonces, apurarse en llevar adelante lo que ella decidió?
¿Quién está en lo cierto?
Suena increíble, pero es monseñor Goic.
Y es que el ministro Peñailillo, como otras veces la Presidenta, ha incurrido en un non sequitur .
Una elección presidencial no es un acto plebiscitario acerca de un programa de políticas públicas a las que no les falte más que ser ejecutadas. Se trata de un pronunciamiento de la mayoría acerca de objetivos globales cuyos caminos de realización son, o pueden ser, variados. Se incurre, pues, en la conocida falacia del non sequitur cuando se pasa del hecho de que la mayoría declaró querer ciertos objetivos a concluir que entonces quiso también los específicos medios que los técnicos de turno decidieron como los adecuados para alcanzarlos. Y que todo ello -como sugirió Peñailillo- justifica el apuro. No es así. Quien declaró querer un fin, no por eso declaró querer un específico medio. Decir que la mayoría quiso el objetivo no zanja el problema de cuál sea el mejor medio para alcanzarlo. Que la mayoría resuelva el fin, no da por decidido cuál sea el medio.
Que la mayoría haya apoyado el programa no significa entonces que, por ese solo hecho, haya aprobado también los proyectos que los técnicos del Gobierno han diseñado para realizarlo.
Olvidar eso acarrea varios peligros que la Nueva Mayoría -si, en efecto, se quiere Nueva- debiera eludir.
El primero consiste en concebir la elección presidencial como un plebiscito acerca de liderazgos y programas de gobierno; luego, concebir el programa como un contrato entre la Presidenta y los partidos, y, más tarde, concebir al Congreso y los partidos como simples ejecutores de ese contrato. Incluso en tiempos de tantas simplificaciones como los que corren (donde basta concebir algo como un derecho para que todos los problemas queden resueltos por vía deductiva) esta nueva simplificación parece un exceso. La elección de Presidente como decisión plebiscitaria acerca de un programa; el programa como un contrato entre la Presidenta y los partidos; los partidos como ejecutores del programa. Esta cadena de significados convierte a los partidos en simples dependientes de lo que la Presidenta obtuvo, y a la Presidenta, en intérprete infalible de lo que el pueblo decidió. ¿Se ha pensado cuánto de la democracia y de la reflexión que le es propia se sacrifica con tanta simpleza?
Lo segundo es que en esa cadena -programa, Presidenta, Congreso- hay un actor que escapa a cualquier control: el técnico que toma todas las decisiones. En efecto, lo que se oculta en esa continuidad, y en la rapidez que conlleva, es el papel de los técnicos, de los expertos, que permanece oculto. Ellos son los que deliberan los medios que no se someten al escrutinio de nadie. ¿No era este el gran problema de los últimos veinte años: la cultura de expertos que suplantaba a los ciudadanos? ¿No era este el defecto que había que corregir?
Hay dos maneras de entender lo nuevo de la Nueva Mayoría. Una es banal. La Nueva Mayoría sería nueva porque suma al PC. Otra es de más peso: la Nueva Mayoría sería nueva porque adoptaría las decisiones evitando que, como habría ocurrido los veinte años anteriores, los técnicos y los expertos escamotearan la voluntad popular. Pero lo que monseñor Goic llamó "frenesí legislativo" favorece justamente lo opuesto: al concebir el programa como un contrato entre el pueblo y la Presidenta y entre la Presidenta y los partidos, los proyectos que envíe la Presidenta (y que no hicieron ella ni los ciudadanos, ni los partidos, sino los técnicos, los expertos) acabarán imponiéndose sin ningún discernimiento, con el pretexto de que no es más que la ejecución de un contrato previo.
En un mundo así no es la mayoría precisamente la que manda.
Igual que antes, son los técnicos. Solo que ahora no tienen contrapeso.
Casi inmediatamente, el ministro del Interior, Rodrigo Peñailillo, explicó que el Gobierno tenía "un programa ambicioso" que debía llevar adelante. Después de todo, y como lo ha dicho la Presidenta otras veces, ¿acaso el Gobierno no debe realizar sin más la voluntad de la mayoría? ¿Por qué sería malo, entonces, apurarse en llevar adelante lo que ella decidió?
¿Quién está en lo cierto?
Suena increíble, pero es monseñor Goic.
Y es que el ministro Peñailillo, como otras veces la Presidenta, ha incurrido en un non sequitur .
Una elección presidencial no es un acto plebiscitario acerca de un programa de políticas públicas a las que no les falte más que ser ejecutadas. Se trata de un pronunciamiento de la mayoría acerca de objetivos globales cuyos caminos de realización son, o pueden ser, variados. Se incurre, pues, en la conocida falacia del non sequitur cuando se pasa del hecho de que la mayoría declaró querer ciertos objetivos a concluir que entonces quiso también los específicos medios que los técnicos de turno decidieron como los adecuados para alcanzarlos. Y que todo ello -como sugirió Peñailillo- justifica el apuro. No es así. Quien declaró querer un fin, no por eso declaró querer un específico medio. Decir que la mayoría quiso el objetivo no zanja el problema de cuál sea el mejor medio para alcanzarlo. Que la mayoría resuelva el fin, no da por decidido cuál sea el medio.
Que la mayoría haya apoyado el programa no significa entonces que, por ese solo hecho, haya aprobado también los proyectos que los técnicos del Gobierno han diseñado para realizarlo.
Olvidar eso acarrea varios peligros que la Nueva Mayoría -si, en efecto, se quiere Nueva- debiera eludir.
El primero consiste en concebir la elección presidencial como un plebiscito acerca de liderazgos y programas de gobierno; luego, concebir el programa como un contrato entre la Presidenta y los partidos, y, más tarde, concebir al Congreso y los partidos como simples ejecutores de ese contrato. Incluso en tiempos de tantas simplificaciones como los que corren (donde basta concebir algo como un derecho para que todos los problemas queden resueltos por vía deductiva) esta nueva simplificación parece un exceso. La elección de Presidente como decisión plebiscitaria acerca de un programa; el programa como un contrato entre la Presidenta y los partidos; los partidos como ejecutores del programa. Esta cadena de significados convierte a los partidos en simples dependientes de lo que la Presidenta obtuvo, y a la Presidenta, en intérprete infalible de lo que el pueblo decidió. ¿Se ha pensado cuánto de la democracia y de la reflexión que le es propia se sacrifica con tanta simpleza?
Lo segundo es que en esa cadena -programa, Presidenta, Congreso- hay un actor que escapa a cualquier control: el técnico que toma todas las decisiones. En efecto, lo que se oculta en esa continuidad, y en la rapidez que conlleva, es el papel de los técnicos, de los expertos, que permanece oculto. Ellos son los que deliberan los medios que no se someten al escrutinio de nadie. ¿No era este el gran problema de los últimos veinte años: la cultura de expertos que suplantaba a los ciudadanos? ¿No era este el defecto que había que corregir?
Hay dos maneras de entender lo nuevo de la Nueva Mayoría. Una es banal. La Nueva Mayoría sería nueva porque suma al PC. Otra es de más peso: la Nueva Mayoría sería nueva porque adoptaría las decisiones evitando que, como habría ocurrido los veinte años anteriores, los técnicos y los expertos escamotearan la voluntad popular. Pero lo que monseñor Goic llamó "frenesí legislativo" favorece justamente lo opuesto: al concebir el programa como un contrato entre el pueblo y la Presidenta y entre la Presidenta y los partidos, los proyectos que envíe la Presidenta (y que no hicieron ella ni los ciudadanos, ni los partidos, sino los técnicos, los expertos) acabarán imponiéndose sin ningún discernimiento, con el pretexto de que no es más que la ejecución de un contrato previo.
En un mundo así no es la mayoría precisamente la que manda.
Igual que antes, son los técnicos. Solo que ahora no tienen contrapeso.
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