Hablar de lo que todos saben no es tema. Sin embargo, no puedo menos que señalar que siento indignación al escuchar el cúmulo de evidencias que señalan a los presuntos culpables de la red de explotación infantil, que le ha reventado en la cara a la sociedad chilena en esta semana. No es hora de reflexionar sobre las causas. De hecho todos las sabemos: pobreza, marginalidad, hacinamiento, falsas expectativas, situaciones sociales invisibles al discurso político efectista, familias disfuncionales, padres que no cumplen su rol, abusadores mareados por el poder económico, amorales que justifican lo injustificable, un sistema social que invisibiliza lo que no quiere ver… y podríamos seguir. En una de las escuchas telefónicas se oye a un conocido productor musical decirle a la regenta (cabrona, proxeneta o el nombre que le quiera dar): “¿No tienes otra cosa que ofrecer?”. Estremece la cosificación del ser humano, el entender que se toma a individuos para convertirlos en mercancía de cambio, niñas obligadas por las circunstancias a vender sus cuerpos al mejor postor, que no es otro que aquel que puede, por su ingreso económico, pagar dichos “servicios”. Sin embargo, no hay que equivocarse, esto es apenas la punta del iceberg. Es un secreto a voces que cientos de niñas y jovencitos son explotados sexualmente. Nos impresionamos por estos lupanares que han salido a la luz, pero hay muchos más que ahora sólo cambiarán las tácticas para seguir en lo mismo. ¿Qué ha fallado? Tengo la convicción de que cuando surgen estas situaciones quedan en evidencia las debilidades de un sistema que privilegia el consumo a costa de valores fundamentales. Un sistema que vende la idea de que la prosperidad está en el ingreso económico y en las posibilidades que abre el mercado. Sin embargo, si ese sistema deja a un lado valores fundamentales como la creación de ámbitos de educación -por ejemplo de la familia, donde debería enseñárseles a los padres a ser padres y a los hijos a ser hijos-, probablemente la historia sería diferente. La base fundamental son los hogares. Ese argumento de que “dejé que mi hija fuera explotada porque no teníamos para comer” no resiste análisis. O como dijera una de las niñas explotadas “no tenía alternativa”, es simplemente indefensión aprendida. Conozco a muchos padres pobres con hijos pobres, que salen adelante a fuerza de tesón, de esfuerzo y nunca escudándose en las circunstancias para tomar este tipo de decisiones. Aún la justicia no dirime las responsabilidades familiares en todo este asunto, pero sin duda tendrá que hacerlo. Detrás de cada niña explotada hay una madre y un padre, que en algún momento dejaron de cumplir su función protectora, es preciso que se dé una lección y también asuman su responsabilidad en esta sórdida historia. Pero si de eso se trata, aún los colegios en que estas niñas se formaron necesitan hacer un examen profundo de su función, de lo que entregan, de lo que verdaderamente dan en el contexto de valores y principios de vida, para evitar que chicas con alta vulnerabilidad social tomen este tipo de decisiones. Hay que dejar de mirar hacia un lado. Es preciso encarar la realidad de otra forma. Esta semana extrañé declaraciones de personeros políticos haciendo mea culpa y hablando de medidas de prevención. Me hizo falta escuchar a los moralistas de siempre que en este contexto no salieron a defender el concepto de familia ni los principios de la educación infantil, su silencio fue tan elocuente que aún me duelen los oídos. Me hizo falta escuchar a los políticos que pasadas las elecciones ya no tienen promesas salir a dar la cara para decirnos a los chilenos, este es un problema de todos, porque de algún modo directo indirecto, hemos preferido mirar hacia un lado, en vez de tender la mano, de educar, de proteger, de guiar… Alguna vez el sacerdote peruano Gustavo Gutiérrez dijo: “no hay muertos ajenos”. Quiero parafrasear dicha frase diciendo “no hay niñas explotadas sexualmente ajenas”, esas niñas son hijas de todos, también son nuestras, y hemos dejado que el sistema las haga invisibles, con nuestra apatía de consumo y prosperidad ficticia.
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