Edwards, Jorge
Viernes 25 de Mayo de 2012
Viernes 25 de Mayo de 2012
Tengo buena vista a distancia, después de algunas intervenciones y con la ayuda de lentes de contacto que llaman gaspermeables, buena vista de cerca, también, si me pongo anteojos de lectura, y lugares intermedios donde no veo demasiado bien. Por ejemplo, en el chaleco, en la corbata, en lugares que están más lejos que un libro y más cerca que la puerta de calle. Antes no pasaba nada. Sobrevivía con mis manchas discretas. Pero ahora una señora minuciosa, apegada al protocolo, aficionada a los diplomáticos a la antigua, llega dos o tres veces al día, en los momentos menos pensados, armada de chaquetas, pantalones, camisas, corbatas, y me muestra con severidad las manchas: en una parte cayó una gota de grasa, por el centro de una corbata roja pasa una línea desteñida, una de mis camisas tiene una rotura en el cuello. Mis cosas pasan la mayor parte del tiempo en la tintorería y en una especie de sastrería secundaria, dirigida por un simpático argelino y su señora, y que lleva en la vitrina la palabra Retoques.
Se llega a un perfeccionismo que tiende a provocar la reacción contraria, a favorecer una diplomacia con manchas, con defectos, ayudada por las cortedades de vista. Tengo un par de colegas que pertenecen ya a la nueva tendencia: uno, representante de un país conocido en la Unesco, se pone camisas floreadas, sin corbata, chalecos extravagantes, zapatillas deportivas, y por supuesto que no ocurre nada. Otro sale por la tangente de los vestidos nacionales: se viste de hindú, de pakistaní, de senegalés. No sé si se podría sostener, en los días que corren, que la diplomacia es un sector de la vida moderna en decadencia. Creo, más bien, en una situación paradójica: los diplomáticos actuales suelen estar en decadencia, o en un proceso de fragilización, para decir lo menos, mientras la diplomacia en sí misma, en sus aspectos esenciales, se transforma y se complica. Es probable que se haya transformado en algo demasiado serio como para entregárselo a los diplomáticos de profesión. En los consejos de gobernantes europeos, en las cumbres de jefes de Estado, en las grandes cenas financieras, mientras un ministro, un enigmático e irónico economista, un ex presidente, leen papeles desde una tribuna, se practican formas de diplomacia de alto nivel, frente a la mirada de uno que otro diplomático arrinconado, además de manchado, en espera de la tintorería. A mí me da la impresión de asistir a una cena de convento de primera clase, con lectores escogidos, de la primera fila mundial, y donde los distinguidos comensales tienen derecho a conversar e incluso a no escuchar. Decadencia de los hábitos conventuales, me digo, pero no de la diplomacia propiamente tal. Un embajador a quien conozco desde hace tiempo se levanta, me da un abrazo y me presenta al ministro de Finanzas de su país. Es un escritor, le dice, y acaba de escribir un texto sobre Carlos Fuentes. Me sorprende que ni siquiera mencione el cargo de embajador, o que lo mencione muy de pasada. ¿Habremos llegado de lleno, como en todo, a la sociedad del espectáculo, con lo cual un embajador que no es verdadero embajador, uno que lleva camisas floreadas, para citar un caso, u otro que escribe plaquetas de poesía lírica, interesan más que los supuestamente normales?
Observo que un político de estos días gana las elecciones, llega al poder e ingresa de inmediato en una vertiginosa secuencia de encuentros internacionales del más alto nivel, mientras los desaforados profesionales de la diplomacia corren detrás suyo, con la lengua afuera. En los viejos tiempos se hablaba de la “carrera”, y ahora habrá que recuperar el término, pero en un sentido diferente. El embajador de los Estados Unidos organiza una jornada dedicada a la gastronomía, a la diplomacia y al jazz. Mientras los jefes de misión y los ministros consejeros se alimentan en la sombra, los chefs, con sus tocas pintorescas, sus arreos, sus medallas, sus cucharones, están rodeados de flashes y de cámaras. No hablemos de cuando llega una conocida estrella del jazz norteamericano. La asistencia se mueve, revolotea, murmura, y los periodistas, con sus complicadas máquinas, corren. Después aparece uno de los nuevos ministros de Estado y se fotografía, por supuesto, con el célebre pianista y saxofonista, heredero cercano de Herbie Hancock, quien anduvo hace poco por estos lados y después se fue a otra parte.
A todo esto, debo concertar una entrevista, y la consigo para el día siguiente, a una hora determinada, y por teléfono celular. No entraban en mis libros las entrevistas por celulares, portables, como se dice aquí, pero hay que inscribirlas desde ahora entre los nuevos instrumentos de una diplomacia del siglo XXI. En mi gusto por el pasado, sin embargo, encargo a una librería del barrio un diario, de 1918 a 1933, de la señora Hélène Hoppenot, que estuvo casada con un conocido embajador francés, que acompañó a su marido a una misión en Río de Janeiro, junto al embajador, dramaturgo, poeta, Paul Claudel, y que después lo acompañó a Santiago de Chile, allá por fines de la década del 20 y comienzos de los 30. Es un diario detallado, minucioso, divertido, de manera que me preparo para leer las páginas santiaguinas. A la señora del embajador francés no se le escapaba detalle y no tenía pelos en la lengua. Cuenta, por ejemplo, que el embajador Paul Claudel, en forma disimulada, estiraba los pies en las sesiones de ópera para hacer caer a los auditores. Una vez hizo ademán de ayudarla, le retorció una muñeca y la dejó tirada en una poza de barro. ¿Qué dirá de nosotros la señora Hélène Hoppenot, cómo hablará del general Ibáñez, de don Arturo Alessandri? El relato queda para la entrega siguiente.
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