Discurso políticamente incorrecto
por Fernando Villegas
Publicado en Reportajes La Tercera, 19 de mayo del 2012
http://blog.latercera.com/blog/fvillegas/entry/discurso_pol%C3%ADticamente_incorrecto
El lenguaje es un instrumento maravilloso, el don que nos diferencia del resto de los animales. Se presta para todos los menesteres de la vida en sociedad. Sirve para seducir o engatusar a amigos y enemigos, suavizar asperezas, contar historias, declarar propósitos, legitimar nuestros actos, proponer cursos de acción, justificar los nuestros, hacer promesas y explicar por qué las rompimos. Para lo que el lenguaje no es tan eficiente es como instrumento de la verdad. La mentira, el eufemismo, la hipocresía y la mitología le son mucho más naturales. Eso es perfectamente comprensible si se considera que el primer y principal objetivo de la interacción humana es que no nos acuchillemos de buenas a primeras. Se requiere, entonces, un lubricante de amplio espectro y para eso está el lenguaje. Si acaso la mentira en todas sus formas -gracias a sus cualidades amorfas o informes- es ideal para eso, porque dicha plástica condición le permite adaptarse a todos los públicos, las palabras, por su parte, se adaptan muy bien a la mentira. ¿Quién fue el mentiroso que dijo que la comunicación tiene que ver con que nos informemos de la verdad? Eso a menudo no ocurre ni en los laboratorios.
Todo eso y más es lo que olvidó el connotado arquitecto Cristián Boza cuando evaluó a sus alumnos de Arquitectura, en entrevista pública, como francamente ineptos para acercarse a su plan de estudios, culpando de eso a sus orígenes sociales. Si acaso eso fuera verdad, aun así no excusaría el haberlo dicho: eso de la “inteligencia social” no es broma. La verdad, si insistimos a nuestro riesgo en vocearla, es como la nitroglicerina, y debe manipularse con extremo tiento y hasta elegancia. Para eso existen hipnóticos modos de hablar y sedantes palabras, cuya función es envolverla con un envoltorio de eufemismos.
Políticamente correcto
En otras palabras, Cristián Boza no se acordó de por qué y para qué existen los ahora llamados “lenguajes o discursos políticamente correctos”. Dicho sea de paso, lo nuevo es la expresión, no el contenido. En otras épocas y/o ámbitos se le ha llamado o llama “etiqueta de la corte”, “modales”, “buenas maneras”, “diplomacia”, “versión oficial” y hasta “mentira piadosa”, la más audaz de todas, porque revela su naturaleza. No sólo ahora sino siempre hay que andarse con cuidado con lo que se dice. La diferencia, hoy, es la ampliada extensión del campo minado.
Una manera de hacerlo, de no tropezarse con las minas, es, como mínimo, nunca arrojar en medio de la plaza pública -“espacios de encuentro” para las señoras y señores arquitectos- una granada de fragmentación -tal es la verdad- que vaya con nombre y apellido. El anonimato es esencial. O se mantiene anónimo el que habla o se mantienen anónimas las identidades de quienes se habla. Siempre es posible decirle al prójimo que “la gente” es así o asá, pero siempre que quede claro que esos que nos escuchan no son “esa” gente. Hecho eso, ya puede usted destripar a quienquiera. Esto, de perogrullo, es hoy más cierto que nunca, porque no hay espacios de impunidad. Las elites del pasado cuidaban su lenguaje en su trato mutuo, pero podían descuidarse con el resto. Podían “rotear” a medio mundo sin costo ninguno. Hoy no es posible. La gente está “empoderada”, se ha puesto quisquillosa, se siente titular de infinitos derechos, reclaman por su dignidad y exigen trato igualitario hasta cuando la desigualdad es groseramente evidente. No importa; en este último caso es aun con más fuerza que se exige disimular la evidencia con un emplasto de agradables palabras. Ese es precisamente el significado y función del discurso políticamente correcto: consiste en el completo alfabeto, vocabulario, sintaxis y gramática de uso colectivo para rodear, esquivar y encubrir verdades desagradables.
Turba linchadora
El otro aspecto que este reputado arquitecto olvidó es que a la violación del discurso aceptado y sacralizado va asociada una sanción ejercida por una turba linchadora de pésimos modales. Estas son unánimes en su opinión, su furor y su prontitud. ¡Con qué rapidez echaron a Boza de su cargo en el decanato y cuán relampagueante la reacción de sus colegas universitarios, quienes se apresuraron a crucificarlo! En estas cosas hay que ser ágil, no sea que una pequeña demora haga sospechoso de “pensar lo mismo” que el inculpado. Y así ha sucedido que quienes saben tan bien como Boza que el alumnado universitario NO ES igual en capacidades y/o disposiciones académicas por, entre otras cosas, provenir de diversos medios y experiencias escolares, aparecieron hablando -otra vez el discurso correcto en acción, pero con una adecuada dosis de “progresismo”- con alardeado y vistoso disgusto de “esa concepción elitista” que sería propia de “antiguas visiones” de lo que debe ser la universidad.
Si a alguien le llama la atención el abismo que media entre la crucifixión de Boza y el hecho de que circulen cientos de artículos, columnas, ensayos, etc., que han dicho lo mismo que él, hablando derechamente de los déficits académicos de muchos de los nuevos estudiantes por provenir -y así se ha dicho, textualmente- de familias “sin espesor académico”, etc., ese alguien está pecando de ingenuo. La verdad no sólo tiene su hora, sino su ropaje.
La verdad…
A propósito de la verdad, insistimos en este punto: no hay profesor, decano, rector, etc., de toda universidad y de toda carrera, desde las universidades mejores a las más rascas y desde las carreras más exigentes a las más relajadas, que no sepa que Boza no hace sino decir lo que ocurre, aunque su versión es muy incompleta. Nos referimos al hecho de que, efectivamente, una fracción sustantiva del alumnado no cumple, hoy, con las condiciones de capacidad o siquiera interés académico para satisfacer aun moderadas exigencias, pero eso sucede no sólo con esos alumnos provenientes de capas más modestas, sino también con muchos que vienen de las otras, las más pudientes. Nos lo dijo a nosotros, esta semana, un dirigente estudiantil de la UC, quien nos señaló que en una carrera tradicional de alto rango de su universidad “un buen número de alumnos son tan displicentes y negligentes en sus estudios como el que más, y si acaso les va bien es quizás porque traen mejor respaldo de su casa”.
Lo dicho por Boza acerca de estudiantes cuyo origen se remonta a familias con menor educación es entonces cierto y brutal, pero aun más brutal es el hecho de que el problema no se limite a ese sector social -ya sería bastante grave-, sino que se extienda a lo ancho de todo el espectro. La causa de eso es compleja, múltiple, casi inmanejable. Lo único indudable es que el tema no se va a exorcizar con medidas puramente financieras o usando un lenguaje distinguido y untuoso para calificar o, más bien, ocultar la realidad.
El lenguaje es un instrumento maravilloso, el don que nos diferencia del resto de los animales. Se presta para todos los menesteres de la vida en sociedad. Sirve para seducir o engatusar a amigos y enemigos, suavizar asperezas, contar historias, declarar propósitos, legitimar nuestros actos, proponer cursos de acción, justificar los nuestros, hacer promesas y explicar por qué las rompimos. Para lo que el lenguaje no es tan eficiente es como instrumento de la verdad. La mentira, el eufemismo, la hipocresía y la mitología le son mucho más naturales. Eso es perfectamente comprensible si se considera que el primer y principal objetivo de la interacción humana es que no nos acuchillemos de buenas a primeras. Se requiere, entonces, un lubricante de amplio espectro y para eso está el lenguaje. Si acaso la mentira en todas sus formas -gracias a sus cualidades amorfas o informes- es ideal para eso, porque dicha plástica condición le permite adaptarse a todos los públicos, las palabras, por su parte, se adaptan muy bien a la mentira. ¿Quién fue el mentiroso que dijo que la comunicación tiene que ver con que nos informemos de la verdad? Eso a menudo no ocurre ni en los laboratorios.
Todo eso y más es lo que olvidó el connotado arquitecto Cristián Boza cuando evaluó a sus alumnos de Arquitectura, en entrevista pública, como francamente ineptos para acercarse a su plan de estudios, culpando de eso a sus orígenes sociales. Si acaso eso fuera verdad, aun así no excusaría el haberlo dicho: eso de la “inteligencia social” no es broma. La verdad, si insistimos a nuestro riesgo en vocearla, es como la nitroglicerina, y debe manipularse con extremo tiento y hasta elegancia. Para eso existen hipnóticos modos de hablar y sedantes palabras, cuya función es envolverla con un envoltorio de eufemismos.
Políticamente correcto
En otras palabras, Cristián Boza no se acordó de por qué y para qué existen los ahora llamados “lenguajes o discursos políticamente correctos”. Dicho sea de paso, lo nuevo es la expresión, no el contenido. En otras épocas y/o ámbitos se le ha llamado o llama “etiqueta de la corte”, “modales”, “buenas maneras”, “diplomacia”, “versión oficial” y hasta “mentira piadosa”, la más audaz de todas, porque revela su naturaleza. No sólo ahora sino siempre hay que andarse con cuidado con lo que se dice. La diferencia, hoy, es la ampliada extensión del campo minado.
Una manera de hacerlo, de no tropezarse con las minas, es, como mínimo, nunca arrojar en medio de la plaza pública -“espacios de encuentro” para las señoras y señores arquitectos- una granada de fragmentación -tal es la verdad- que vaya con nombre y apellido. El anonimato es esencial. O se mantiene anónimo el que habla o se mantienen anónimas las identidades de quienes se habla. Siempre es posible decirle al prójimo que “la gente” es así o asá, pero siempre que quede claro que esos que nos escuchan no son “esa” gente. Hecho eso, ya puede usted destripar a quienquiera. Esto, de perogrullo, es hoy más cierto que nunca, porque no hay espacios de impunidad. Las elites del pasado cuidaban su lenguaje en su trato mutuo, pero podían descuidarse con el resto. Podían “rotear” a medio mundo sin costo ninguno. Hoy no es posible. La gente está “empoderada”, se ha puesto quisquillosa, se siente titular de infinitos derechos, reclaman por su dignidad y exigen trato igualitario hasta cuando la desigualdad es groseramente evidente. No importa; en este último caso es aun con más fuerza que se exige disimular la evidencia con un emplasto de agradables palabras. Ese es precisamente el significado y función del discurso políticamente correcto: consiste en el completo alfabeto, vocabulario, sintaxis y gramática de uso colectivo para rodear, esquivar y encubrir verdades desagradables.
Turba linchadora
El otro aspecto que este reputado arquitecto olvidó es que a la violación del discurso aceptado y sacralizado va asociada una sanción ejercida por una turba linchadora de pésimos modales. Estas son unánimes en su opinión, su furor y su prontitud. ¡Con qué rapidez echaron a Boza de su cargo en el decanato y cuán relampagueante la reacción de sus colegas universitarios, quienes se apresuraron a crucificarlo! En estas cosas hay que ser ágil, no sea que una pequeña demora haga sospechoso de “pensar lo mismo” que el inculpado. Y así ha sucedido que quienes saben tan bien como Boza que el alumnado universitario NO ES igual en capacidades y/o disposiciones académicas por, entre otras cosas, provenir de diversos medios y experiencias escolares, aparecieron hablando -otra vez el discurso correcto en acción, pero con una adecuada dosis de “progresismo”- con alardeado y vistoso disgusto de “esa concepción elitista” que sería propia de “antiguas visiones” de lo que debe ser la universidad.
Si a alguien le llama la atención el abismo que media entre la crucifixión de Boza y el hecho de que circulen cientos de artículos, columnas, ensayos, etc., que han dicho lo mismo que él, hablando derechamente de los déficits académicos de muchos de los nuevos estudiantes por provenir -y así se ha dicho, textualmente- de familias “sin espesor académico”, etc., ese alguien está pecando de ingenuo. La verdad no sólo tiene su hora, sino su ropaje.
La verdad…
A propósito de la verdad, insistimos en este punto: no hay profesor, decano, rector, etc., de toda universidad y de toda carrera, desde las universidades mejores a las más rascas y desde las carreras más exigentes a las más relajadas, que no sepa que Boza no hace sino decir lo que ocurre, aunque su versión es muy incompleta. Nos referimos al hecho de que, efectivamente, una fracción sustantiva del alumnado no cumple, hoy, con las condiciones de capacidad o siquiera interés académico para satisfacer aun moderadas exigencias, pero eso sucede no sólo con esos alumnos provenientes de capas más modestas, sino también con muchos que vienen de las otras, las más pudientes. Nos lo dijo a nosotros, esta semana, un dirigente estudiantil de la UC, quien nos señaló que en una carrera tradicional de alto rango de su universidad “un buen número de alumnos son tan displicentes y negligentes en sus estudios como el que más, y si acaso les va bien es quizás porque traen mejor respaldo de su casa”.
Lo dicho por Boza acerca de estudiantes cuyo origen se remonta a familias con menor educación es entonces cierto y brutal, pero aun más brutal es el hecho de que el problema no se limite a ese sector social -ya sería bastante grave-, sino que se extienda a lo ancho de todo el espectro. La causa de eso es compleja, múltiple, casi inmanejable. Lo único indudable es que el tema no se va a exorcizar con medidas puramente financieras o usando un lenguaje distinguido y untuoso para calificar o, más bien, ocultar la realidad.
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