Segunda vida
por Jorge Edwards
Diario La Segunda, Viernes 14 de Enero de 2011
A José Donoso le gustaba mucho la idea del escritor longevo,
que enriquece su obra hasta sus minutos finales, hasta el último suspiro.
A veces me pareció que trataba de prolongar su vida
en los ensayos teatrales de su última etapa,
con Delfina Guzmán y con Nissim Sharim.
A su modo, Joaquín Edwards Bello
también consiguió estar vigente
con el género de la crónica,
que no lo abandonó
en sus años más avanzados y desencantados.
Gracias a sus crónicas, más que a sus novelas,
o a novelas potenciadas y actualizadas por su prosa de periodista,
los jóvenes de hoy lo descubren y lo leen a cada rato.
Pensando en todo esto, escojo un libro
dentro de las tareas amables de un jurado francés,
y lo hago por puro instinto, por “tincada”.
Es la biografía de un novelista
que en sus años de octogenario,
en la década de los sesenta,
cuando yo era joven y bastante indocumentado,
se había pasado al periodismo.
Es un grueso trabajo en dos volúmenes
de quinientas páginas cada uno escrito por
el historiador Jean-Luc Barré sobre François Mauriac,
el autor de Thérèse Desqueyroux, de Nudo de víboras,
de algunos otros clásicos del siglo XX.
Ya lo he mencionado en estas líneas
y lo vuelvo a mencionar a conciencia.
Cuando se escribe una crónica semanal
y se lee con atención, lápiz en mano,
un texto de mil y tantas páginas,
el columnista reincide y el lector
también tiene que poner su parte.
Se produce un comentario sucesivo,
reiterado, cambiante, más o menos contradictorio.
François Mauriac alcanzó una vigencia tardía
a través de los famosos bloc-notes
que publicaba en Le Figaro y después,
durante mucho años, en la revista L’Express.
Se convirtió en el cronista semanal
de los finales de la IV República,
del ascenso del General Charles de Gaulle,
de la liquidación de la guerra de Argelia,
de los procesos de descolonización de Marruecos y de Túnez.
En épocas en que Jean-Paul Sartre
hablaba de escritura comprometida,
Mauriac, que se hallaba en las antípodas,
que era uno de sus más connotados adversarios,
se había convertido en un seguidor apasionado
de los sucesos, en un columnista incisivo,
en un aliado indispensable de la política gaullista.
Los escritores latinoamericanos
que nos reuníamos en el París de esa década
seguíamos las críticas despiadadas de Sartre,
aceradas, burlonas, aplastantes,
del adalid católico de la política del gobierno,
y pasábamos con notable soltura de cuerpo a otros temas.
Que el viejo André Malraux,
uno de nuestros ídolos literarios juveniles,
fuera ministro de Cultura del gobierno del General,
nos tenía más bien sin cuidado.
Nosotros leíamos a Faulkner, a Kafka, a James Joyce,
al todavía joven Julio Cortázar, y lanzábamos
una mirada distraída sobre los bloc-notes de Mauriac
en las peluquerías o en las antesalas de los dentistas.
Ahora sigo los detalles de la lucha de Mauriac
por la independencia del Maghreb,
los de su apoyo no siempre incondicional al gaullismo,
me informo de los ataques peligrosos, amenazantes,
que le prodigaba la extrema derecha nacionalista,
y compruebo que nuestra visión generacional del personaje,
como la de muchos intelectuales de esos años, era demasiado simplista.
Descartábamos a personas, ideas, tendencias, de una sola plumada,
de un papirotazo, para decirlo de algún modo, y sacralizábamos a otras,
las convertíamos en ídolos intocables, en estatuas.
Nuestro problema de hoy consiste en hacer la
crítica y la autocrítica necesarias de esas actitudes,
y en hacerla en forma equilibrada, con auténtica libertad,
sin reemplazar unas prisiones mentales por otras.
Si estuviera comentando a Montaigne,
lectura antigua y también reciente,
agregaría: y con una sonrisa.
Pero ni Mauriac, ni Malraux, ni el propio General,
eran hombres de matices o de sonrisas.
Uno escucha sus discursos hoy,
en grabaciones rayadas, en películas grisáceas,
y se queda asombrado por el tono enfático,
solemne, por la voz profunda y trémula.
Había en ellos algo ajeno
al humor que predominaba entre nosotros,
muchas veces negro, de tintes surrealistas,
pero también tenemos que hacer
un reproche a nuestra desatención.
François Mauriac, por ejemplo,
estuvo cerca de jugarse la vida en sus columnas
sobre la relación de Francia con las ex colonias,
en momentos de nacionalismo exacerbado,
y habría sido interesante que nosotros,
los latinoamericanos de París,
dejáramos por un rato a Kafka a un lado
y entendiéramos estas situaciones cotidianas,
que se producían debajo de nuestras narices.
Quizá los problemas de mi generación,
que planteaban nada menos
que la transformación radical
de las sociedades de América Latina,
fueran, a pesar de las apariencias,
menos urgentes que los de
un viejo escritor periodista del estilo de Mauriac.
Después de todo, la relación
de la Francia cristiana, europea,
con el islamismo maghrebí
era reflejo, expresión,
de uno de los nudos gordianos del siglo.
Ahora sabemos, por ejemplo,
detalles de la matanza de 21 cristianos
a la salida de la Iglesia de los Santos de Alejandría, en Egipto,
en las primeras horas de este año.
Es una historia ya larga, que no amaina.
Y es conmovedor observar
que los musulmanes de Francia,
los de religión y los de cultura,
se unen para manifestar
su repudio de estos crímenes.
¿En qué radica la vigencia,
la proyección de una escritura
que se desarrolla en el ritmo de lo cotidiano?
¿Cómo entra en juego con la ficción pura,
con el pensamiento abstracto, con la reflexión filosófica?
Por ahora, sólo podemos comprobar un fenómeno importante:
el viejo maestro se la jugaba en cada página, en cada línea,
sin atención al género que cultivaba:
novela, ensayo, correspondencia, crónica.
Lo que lo salvaba y lo mantenía vivo no eran los temas.
Era una conciencia literaria apasionada, rigurosa, exigente.
Por ahí comenzaba todo.
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