Fernando Balcells
Diario La Segunda
Jueves 20 de noviembre de 2014
Carlos Peña, poeta de la técnica,
nos dice que “la condena de la modernidad
es que la mano que hiere es la misma que cura”.
Una proposición que vale
por su belleza evocadora
y que casi permite obviar su falsedad.
Esa no es la presentación del técnico,
sino la vívida imagen del Dios bíblico.
La lucha de las iglesias
en contra de las tecnocracias
no es una lucha contra el error,
sino una batalla por la verdadera
representación de Dios.
Y francamente,
la teología del técnico-electricista
no nos brinda ni consuelo ni esperanza.
El episodio dramático del viernes
y el largo fracaso del Transantiago
se pueden atribuir, no a la técnica,
sino a la subordinación
de la política a la técnica.
No es que la tecnología
sustituya a la experiencia,
ni que ésta verse
en contra de la técnica.
Lo que se sustituye
es la naturalización
de la técnica a la política:
lo elegible y conversable
es reemplazado por lo que
está dado y es incuestionable.
Nos dice Peña
que problemas como éstos
son parte del crecimiento.
Es necesario confiar
en los sistemas expertos
que ni desplazan ni sustituyen,
pero ponen en su lugar
la deliberación en la ciudad.
Efectivamente, la técnica
“pone en su lugar” a la experiencia
y a la deliberación ciudadana.
Le aporta realidad
y la restringe
a actuar con pragmatismo.
Sin embargo,
el consenso democrático
sitúa en la deliberación
y la elección popular
la capacidad de poner
a la técnica en su lugar.
Esta no es
la vieja tensión de la autonomía
de las esferas del conocimiento,
de la economía o de la estética.
Este es el punto de encuentro
entre la ciudadanía, la técnica y la soberanía.
Es una negociación muda
de la soberanía que episodios
como el Transantiago y otros escándalos
hacen acceder al debate público.
No existe una oposición
entre los discursos de la técnica
y los de la poesía.
Los distintos
discursos de la técnica,
la religiosidad
o la naturaleza
son construcciones poéticas
e inclinaciones éticas
que determinan diferentes
alineamientos sociales,
técnicos y políticos.
Hay énfasis poéticos
en el respeto a las personas
y poéticas del respeto a la autoridad.
Hay cuantificaciones de la inercia
y hay invenciones sociales por cuantificar.
Hay una estética de la simplificación
y una mirada barroca de la complejidad.
Hay economías de la austeridad
y economías de la expansión.
Hay una justicia de lo universal
y un deber de justicia a lo particular.
Hay acontecimientos
inagotables por el conocimiento
y traumáticos para la experiencia.
El conflicto
entre ciudadanos y expertos
no es una discusión sobre el saber,
sino sobre la jerarquía de los saberes.
Lo que está en juego
es la organización
de las dignidades (rangos)
de distintos valores de convivencia.
Tampoco se trata aquí
de un asunto de confianza;
“hay que confiar
en el saber experto”, se nos dice.
Pero de lo que se trata
en el transporte público
no es de confiar,
sino de resignarse
ante una realidad
que se nos impone
como una obligación,
que no deja más espacio
que el de la obediencia
y el padecimiento.
La poesía,
inevitablemente,
es siempre lo primero.
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