Futuro hipotecado
El primer indicio serio de que la Concertación podría no alcanzar la mayoría en las elecciones presidenciales del 2013 se produjo en las municipales del 2012, cuando los cuatro partidos juntos apenas superaron el 35% de los votos. El 5,4% del PC sería indispensable, pero todavía insuficiente. El resto debía estar en “la calle”, la misma que había convertido el 2011 de Sebastián Piñera en una pesadilla de descontrol.
Esta es la base matemática de la Nueva Mayoría. La base ideológica, ya se ha dicho, son las tesis sobre el descontento elaboradas en el PNUD, apoyadas en ciertas nociones de la inclusión social procedentes del vecindario de la vieja tradición igualitarista. Como operación política, la creación de la Nueva Mayoría fue un golpe de genio y aseguró el triunfo de Michelle Bachelet.
Con un solo defecto de nacimiento: no fue consultada con nadie. Fue planteada por la entonces candidata y aceptada sin chistar por unos partidos que atravesaban por una aguda crisis de inseguridad. Esa gestación de cinco minutos, o de algunos meses de reflexión en el mejor de los casos, se compara mal con los más de seis años de análisis y negociaciones que tomó en los 80 la consolidación de la Concertación como pacto político.
Esto podría carecer de importancia si no fuese porque, antes de que cumpla un año, hay sectores de la Nueva Mayoría que la quieren entender no como una ampliación de la Concertación, sino como una sepultación. El funeral imaginario del cadáver imaginario incluye un enjuiciamiento implícito de sus gobiernos y una descalificación explícita de su papel en la transición”.
Convergen en este esfuerzo matrices muy diferentes: los novatos en la coalición gobernante, las generaciones ansiosas de convertir el reformismo en su épica particular y los políticos que aspiran a desplazar por negación a los que fueron sus líderes en la transición. Debido a esa misma diversidad, hay en esta visión mucho de ficción y de voluntarismo. Y también lo que el sociólogo Florencio Ceballos, a propósito de la idea de que el No fue sólo un triunfo de publicistas, ha descrito como una tesis “deshonesta y oportunista”. Toda simplificación política suele ser deshonesta y oportunista.
Como la historia es lo que es y no lo que uno quiere, es útil recordar que la Concertación triunfó, no sobre un programa adversario, sino sobre dos. El más obvio era el de la continuidad de Pinochet. El otro -no menos importante- era el de la ruptura insurreccional, encabezada por el PC (en uno de los peores errores políticos de su historia), pero integrada también por el ultrismo tradicional que desconfió hasta de Salvador Allende. No es extraño que esos sectores -tan derrotados como Pinochet en 1988- quieran reescribir el pasado; lo anómalo es que se subordinen a ellos algunas de las figuras de los partidos que construyeron ese triunfo ya remoto.
No era inevitable ni necesario que la Nueva Mayoría se confrontara con la Concertación. Si esto ha estado ocurriendo, es porque hay un desorden conceptual que nadie ha resuelto”.
Lo que los partidos miembros no hicieron antes de las elecciones del 2013 -ponerse de acuerdo respecto de la naturaleza y la proyección de su acuerdo político- no lo han hecho tampoco después, y se puede augurar que mientras ese debate no ocurra, los desacuerdos persistirán.
Hasta ahora, La Moneda ha abdicado de esa responsabilidad. Parece creer que este tipo de trifulcas se resuelven solas y que ellas tienen poco o nada que ver con la gestión de su programa. Una de las tendencias inerciales más insidiosas de los gobiernos es clasificar sus tensiones según partidos, facciones o personas, como si la sola catalogación pudiese resolverlas. Esta es una ilusión en la que es fácil que tomen ventaja las interpretaciones más atrevidas, con menos historia social y más sociología de manual.
La disyuntiva entre continuidad y cambio se presta con frecuencia a que medre cierta charlatanería. En general, en política no existen los que no quieren cambiar nada; esos están en otras actividades, mucho más lucrativas. En cambio, proliferan los otros, los que se miden por el tamaño de sus pretensiones”.
El más insigne demagogo español, Alejandro Lerroux, no dejó nada perdurable en sus gobiernos republicanos de la primera mitad del siglo XX; la doctrina del lerrouxismo se reduce hoy a una sola frase: “Quiero cambiar todo”.
Mientras se sienta atrapada en este dilema retórico, mientras privilegie la atención hacia los intérpretes del cambio social caricaturizado, la Nueva Mayoría tendrá su destino hipotecado. Y en ese caso no será muy largo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
COMENTE SIN RESTRICCIONES PERO ATÉNGASE A SUS CONSECUENCIAS