La aversión del acuerdo
Es difícil que en las actuales circunstancias el gobierno pueda avanzar en dirección a acuerdos transversales con la oposición. Este es un gobierno que ni siquiera ha logrado ponerse de acuerdo internamente.
En la corta experiencia que lleva, tantos sus prácticas como sus maneras de trabajar acusan dos grandes déficits. Y no es casualidad que los dos obedezcan a una suerte de compulsión traumática.
El primer déficit es de orden político: este es un gobierno que no gasta el menor esfuerzo en generar consensos. La cosa va más allá: hasta la propia palabra genera rechazo, sospecha y escozor. Los ideólogos autoflagelantes la desacreditaron tanto que hoy huele a componenda”.
Esto significa que la actual administración confía a ciegas en la ventaja que le dan sus holguras parlamentarias. Lo que el equipo político parece no saber es que esas holguras son relativas, puesto que no es cierto que todo el oficialismo parlamentario esté condicionado para levantar la mano cada vez que La Moneda toque el pito. Ya vimos lo que ocurrió con la reforma tributaria. Todo parece indicar que respecto de la reforma educacional ocurrirá otro tanto, lo cual eventualmente puede hablar bien de la muñeca del Senado pero muy mal del equipo político del gobierno y de los ministros llamados a articular bases de apoyo para sus proyectos.
El otro gran vacío es de orden técnico. Hay consenso en la cátedra en que ha faltado visión de Estado, sintonía fina y rigor en los proyectos.
Mientras la autoridad decía que en ningún caso la clase media iba a ser afectada, en Hacienda nadie reparó que el proyecto de reforma tributaria presentado a la Cámara de Diputados iba a tirar a la lona a la pequeña y mediana empresa. La reforma de los tres No (al lucro, a la selección y al copago) se fraguó entre cuatro paredes y se mandó al Congreso sin un solo estudio que al menos evaluara en principio el efecto que sus disposiciones podían tener tanto en el sector municipal como en el particular subvencionado. Lo que se está discutiendo, por lo mismo, se está discutiendo con los ojos vendados.
La impresión que dejan estas temeridades es que el gobierno privilegia la rapidez por encima de la calidad y prefiere una mala reforma ahora que una buena en el mediano plazo”.
Se trata de una preferencia que es torpe aunque esto, para el sector más izquierdista de la Nueva Mayoría, tiene su épica. La tiene porque deja en claro que las retroexcavadoras están funcionando a toda máquina y que este gobierno no transa. Eso tranquiliza a muchos. Perfecto. Pero por eso el país está como está. Nadie todavía puede dar crédito a que una economía que había alcanzado una velocidad crucero de 5% de crecimiento anual haya caído a menos de la mitad de esa cifra y cuesta entender cómo después de cuatro años la fiesta del consumo esté terminando y lo que fue una sostenida expansión de la demanda interna se haya convertido ahora en contracción.
Aunque hay versiones que dicen que el gobierno está interesado en comenzar a poner paños fríos en las reformas, la verdad es que nada hay en los datos objetivos que sea parecido a eso. Las reformas siguen haciendo cola y la práctica de diferirlas por tres, por seis meses o por un año, lejos de despejar las incertidumbres, más bien las multiplica. Debe ser eso, piensa la gente común, lo que quiere La Moneda.
La Presidenta está convencida de estar dando una batalla que es de largo plazo y parece estar dispuesta a perder capital político por un tiempo con tal que quebrarle el pescuezo al neoliberalismo salvaje que venía haciendo de las suyas en Chile”.
Las incógnitas
No está en absoluto claro en qué va a terminar todo esto. De partida el efecto de las reformas se va sentir mucho después de terminado el actual gobierno, cuando Chile siga pegado al grupo de naciones que puede mirar pero no tocar la tierra prometida del desarrollo. Ese camino ya se truncó y el horizonte hoy es distinto. Ni siquiera hay que dar por sentado que el gobierno siga fracasando políticamente. La emoción política chilena es más errática de lo que podría apostar la racionalidad y por mucho que esté cambiando la dirección del viento en la escena política, nada todavía hace posible inferir que la derecha pueda rearmarse pronto.
Hay además otra variable que es importante y que el gobierno se encargó de recordar esta semana, cuando volvió a modificar el Mepco para adelantar la rebaja del precio de los combustibles. Es la variable de la expansión del gasto público que la Presidenta Bachelet utilizó con abierta intensidad y no poco sentido populista en su primera administración y a la cual está volviendo a apelar ahora, incluso más allá de los nuevos ingresos previstos por la reforma tributaria. En la medida en que esta llave continúe abierta, el gobierno siempre va a tener un cierto margen de maniobra para comprar descontento y hacer trabajo de contención.
Las diferencias
Lo único que es distinto esta vez en relación al mandato anterior es lo que pueda ocurrir con la economía. En su primera administración, justo cuando estaba promediando su mandato y las encuestas le eran más bien adversas, Bachelet se topó con la crisis económica subprime y lo que hizo su ministro Andrés Velasco fue implementar una política fiscal contracíclica que, aparte de generar confianza entre los agentes económicos, le dio excelentes resultados en las encuestas. Ahora no hay ninguna crisis externa. La crisis esta vez es de confianza y es interna. La economía se frenó y vamos a ver qué tan sensible pueda ser a los incentivos del gasto fiscal, los subsidios y los bonos.
Si logra remontar, el gobierno logrará salir con la suya. Si no, le faltarán días a la Presidenta para arrepentirse del incordio en se metió el día que aceptó repostularse para un segundo mandato.
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