Quedan sus grandes novelas para salvaguardar el brillo de su inmortalidad.
Literariamente hablando, García Márquez murió hace rato: su última novela, Memorias de mis putas tristes, se publicó hace una década; y un par de años antes de eso, el escritor produjo un deslucido y voluminoso recuento autobiográfico queprometía una continuación, la segunda mitad de su existencia, la cual nunca llegó a imprenta. Aparte de ciertas leseras rimbombantes -como que había que mandar al carajo la ortografía- o de publicitadas opiniones políticas en defensa de Cuba y Venezuela, fue poco lo que en el último tiempo se supo del premio Nobel colombiano.
Quedarán, por supuesto, sus grandes novelas para salvaguardar el brillo de su inmortalidad. Permanecerá, sin lugar a dudas, aquella escuela que él no inventó, pero que sí condujo hasta su máximo esplendor, el realismo mágico.Y, desgraciadamente, sus imitadores seguirán llenando de basura los estantes de las librerías universales.
He estado revisando a la rápida en los últimos días algunos de los libros más celebrados de García Márquez. No cuesta nada distinguir en ellos la luz del genio. Pero, al mismo tiempo, dudo que hoy en día podrían llegar a entusiasmarme de la manera que lo hicieron cuando, siendo un adolescente, comencé con su lectura. Aunque, claro, es muy posible que yo esté equivocado y que el embrujo persista.
Tal vez uno de los rasgos más imperecederos en la literatura de García Márquez sea el humor. Aparte de la genialidad de expresión, más allá del manejo sorprendente del idioma, persiste en sus obras cierta postura cómica que, a la larga, constituye un potente contrapeso a la violencia explícita y soterrada siempre presente en sus libros.
García Márquez puso ante los ojos del mundo una versión desconocida de Latinoamérica, lo cual, ciertamente, favoreció a muchos escritores sudamericanos que intentaban trascender más allá de sus fronteras (y no hablo aquí de sus imitadores). Discutir hoy en día si dicha versión era atinada o no, ajustada con mayor o menor precisión a la realidad, me parece inútil. Los gigantes de la literatura van precisamente tras eso, tras crear mundos que funcionen con reglas y mecanismos propios.
De que el realismo mágico llegó a saturarnos no hay dudas. Pero ello se debió a los impostores, quienes, viendo que el asunto vendía, no tuvieron empacho en saquear la obra del colombiano para producir sus aberrantes versiones de un fenómeno que, en último término, les era tan lejano como el buen gusto o la honestidad. Sin embargo, millones de lectores, anhelantes de recibir mayores dosis del embrujo garciamarquiano, no dudaron en premiar con su confianza a cuanto charlatán echó sus cartas.
Evidentemente, nadie puede culpar de eso a García Márquez. A él sólo cabe agradecerle. Por una larga época de placeres y por las imágenes imborrables que su literatura superior dejó en nosotros.
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