ÁLVARO VARGAS LLOSA, DIARIO LA TERCERA, SÁBADO 19 DE ABRIL DE 2014HTTP://VOCES.LATERCERA.COM/2014/04/19/ALVARO-VARGAS-LLOSA/VOLVER-A-ESPIAR-A-RUSIA/
Volver a espiar a Rusia
El debate no ocurre sólo detrás de la cortina. El Congreso está enfrascado en una discusión sobre los fallos de inteligencia que permitieron a Putin tomar por sorpresa a Estados Unidos al momento de reaccionar a la caída del Presidente Víctor Yanukóvich tras la rebelión del Euromaidán. Mike Rogers, máxima autoridad del Comité Selectivo Permanente de Inteligencia de la Cámara de Representantes, lo ha resumido de esta forma: “¿Cómo fue posible que 150 mil soldados rusos estuvieran cerca de la frontera con Ucrania y nadie viera venir la anexión de Crimea? Si eso fue posible en marzo, ¿qué nuevas sorpresas les puede deparar Putin a nuestros servicios de información?”.
Se refiere a que, antes de la anexión, Putin trasladó a unos 150.000 hombres del Báltico a los Urales para realizar ejercicios de guerra, presentando esta decisión como “rutinaria”. Cuando, no mucho después, unos 16 mil hombres sin distintivos, haciéndose pasar por cosacos pero en realidad provenientes del otro lado de la frontera así como de la base naval de Sebastopol, tomaron la península, ninguno de los servicios secretos estadounidenses podía jactarse de haber previsto lo que sucedía. Ello se tradujo en la respuesta improvisada de la Casa Blanca y el Congreso.
Para tratar de atajar los cuestionamientos severos que se dirigen contra el espionaje estadounidense, John Brennan, jefe de la CIA, estuvo en Kiev hace pocos días, enviado por James Clapper, el director nacional de Inteligencia. Normalmente, el jefe de estación, como se conoce al principal agente de la CIA destacado en cada país y por lo general camuflado bajo un cargo diplomático, habría manejado todo lo correspondiente a las responsabilidades del espionaje de esa agencia en Ucrania, comunicándose a través de la cadena de mando con sus superiores. Pero la situación precaria de los servicios secretos norteamericanos allí y los nuevos fallos han obligado a una “puesta al día” comandada en persona por el jefe de la CIA.
¿Qué nuevos fallos? Los que tienen que ver con la reproducción, en el este de Ucrania, de lo que ya se vio en Crimea. Una vez más, contingentes de militares y milicias rusas sin distintivos han tomado edificios públicos, instalaciones estratégicas y lugares emblemáticos en varias ciudades ucranianas con apoyo de grupos locales. Se los conoce como “los hombrecitos verdes” y nadie duda de que se trata de gente dirigida por Putin. Han tomado por sorpresa, una vez más, a Estados Unidos.
El propio general estadounidense Philip Breadlove, comandante supremo de la OTAN en Europa, ha tenido que advertir al Pentágono, según se acaba de saber, que el esquema seguido por Putin en el este de Ucrania es el mismo que el de Crimea: el líder ruso ha amasado a 40 mil hombres en la frontera haciendo creer que está simplemente realizando ejercicios intimidatorios cuando en realidad ya ha desplegado a tropas regulares e irregulares dentro de las zonas sensibles, incluida la principal, la ahora autoproclamada República Popular de Donetsk. Los rusos camuflados utilizan armamento que no está disponible en Ucrania, como lanzagranadas antitanque RPG-30 y la versión más nueva de la Kaláshnikov (AK-100).
¿Qué ha sucedido realmente? La versión simplista indica que Estados Unidos, más preocupado por el fundamentalismo islámico y el “pivote” hacia China, se desentendió de Rusia, desactivando buena parte del aparato de espionaje anteriormente dirigido contra Rusia. La realidad es más compleja, aunque el punto de partida es correcto. El enfoque de la inteligencia norteamericana tiene una falla importante en lo que respecta a ciertos líderes: su incapacidad para empatar el perfil psicológico que realizan los servicios secretos de los adversarios potencialmente complicados con su imprevisibilidad a la hora de tomar decisiones. ¿Qué servicio secreto está en condiciones de saber exactamente lo que piensa un líder extranjero a las 3 de la madrugada? Eso decía, a puerta cerrada, el subdirector de Inteligencia Nacional, Robert Cardillo, número dos de Clapper, a los miembros del comité que lleva a cabo las investigaciones preliminares en la Cámara de Representantes.
En 2004, cuando se produce la Revolución Naranja en Ucrania y las fuerzas pro occidentales logran hacerse con el poder, el espionaje estadounidense estaba en un período de transición muy traumático. Luego de haber sido crucificado por los fallos relacionados con el 11/9, el espionaje entró en un proceso de reorganización que produjo un esquema muy distinto del que había hasta entonces. Fue así que nació la oficina del director de Inteligencia Nacional, que la CIA pasó a depender de ella y que la NSA -que el delator Edward Snowden volvería universalmente famosa- vio potenciado su rol electrónico y cibernético. Aunque en ese momento la CIA tenía una presencia en Ucrania que nunca había sido interrumpida, lo que no había era el grado de intensidad en la cadena de mando que enviara directivas precisas y recibiera informaciones puntuales como en otros tiempos, y que ampliara el radio de acción.
Lo irónico es que, en su infinita paranoia, Putin, que pensaba como el espía de la KGB que había sido, juzgó que la Revolución Naranja había sido una vasta operación de los servicios secretos estadounidenses. Diseñó entonces una estrategia para contrarrestar a la inteligencia norteamericana con su propia operación de inteligencia en Ucrania. Junto con chantajes económicos -especialmente relacionados con el gas natural-, esa estrategia consistió en penetrar muchas instituciones ucranianas, entrenar a agitadores y activistas, intoxicar a la opinión pública, sembrar la discordia entre las fuerzas pro europeas y tener preparadas a fuerzas especiales de intervención rápida camufladas. El éxito coronó los esfuerzos cuando se partió el gobierno pro occidental, inicio del proceso que llevaría al poder a los mismos que habían sido derrotados en la Revolución Naranja.
Mientras tanto, la CIA operaba a través de distintas vías, incluyendo, como suele hacerlo, “contratistas” privados y empresas que operan como fachada, ostensiblemente dedicadas a tareas comerciales. Aunque la propaganda rusa exagera mucho cuando dice que la CIA empleó 20 mil millones de dólares, lo cierto es que Estados Unidos sí mantuvo una presencia y canales de comunicación con fuerzas pro occidentales, además de lo que llama un “corridor informativo” que permitiese a su gobierno estar informado, desde el otro lado del Atlántico, de lo que sucedía allí (todo indica, por ejemplo, que no es un mero invento ruso el hecho de que la empresa Greystone haya provisto de cobertura a los agentes del espionaje norteamericanos).
Lo que no tenía era una operación de envergadura semejante a la que puso en práctica Putin. Ni su énfasis en la parte oriental y meridional del país era comparable a la que había puesto en Kiev y las regiones occidentales, ni había vasos comunicantes para atar cabos entre lo que hacía Putin en Ucrania y lo que era a todas luces una estrategia ambiciosa para reconstruir parte del imperio soviético amarrando a las repúblicas vecinas mediante acuerdos comerciales y políticos con tácito soporte militar dentro de un esquema de hegemonía moscovita. De allí que también cogiera por sorpresa a Estados Unidos la intervención rusa en Osetia del Sur, Georgia, en 2008.
Por eso, algunos informes clasificados de la Agencia de Inteligencia de Defensa del Pentágono (también bajo la sombrilla del director nacional de Inteligencia) concluyeron en los primeros meses de este año que los 150.000 hombres que Putin había trasladado a los Urales no representaban un riesgo de intervención directa en Crimea. Y por eso también el espionaje norteamericano ha sido lento en detectar lo que está pasando desde hace unas semanas: la penetración de militares y milicianos rusos camuflados ya no sólo en las regiones más obvias del este sino incluso en Odesa, el puerto más importante todavía bajo control de Kiev, cuya caída en manos del Kremlin partiría a Ucrania en dos.
Todo esto tiene un propósito que va más allá de la mera desestabilización del gobierno interino de Ucrania, Alexadr Turchínov, y las elecciones previstas para el 25 de mayo. Se trata de reconstruir una vasta zona de influencia con “tampones” entre Rusia y Europa. Y eso pasa, por ejemplo, por tener el suficiente grado de acceso a Ucrania para abastecer al Transdniéster, la región separatista que forma parte de Moldavia y en la que Putin tiene ya colocados a sus “hombrecitos verdes”.
Aunque no se pueden prever los detalles de lo que el duro debate en el seno de la comunidad de inteligencia producirá, es evidente que habrá , como lo anuncian los políticos y los académicos relacionados con este tema, un “redireccionamiento” del espionaje norteamericano para, sin descuidar al terrorismo islámico y a China, ponerle la puntería con un mucho mayor grado de interés sobre Putin. Su “imprevisibilidad” ya no permite basarse en el “equilibrio de poder” como garantía de que el Kremlin respetará la tácita frontera que separa al Asia central, donde ejerce mucha influencia, del este de Europa, donde la tendencia es pro occidental y antirrusa.
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