Miguel Laborde
Diario El Mercurio, sábado 30 de noviembre de 2013
Las megápolis son un signo del Tercer Mundo,
ciudades nexo que comunican a un país
con el resto del mundo y lo alejan de su territorio propio.
Santiago está ahora cerca de Londres -por las redes-,
pero a años luz de cualquier otra ciudad chilena.
De las megápolis gigantescas,
casi todas las mayores
se ubican en América Latina,
en países que esperan -esperamos-
llegar al desarrollo en este siglo.
Pero tendremos que arrastrar ese peso gigantesco.
Las razones esgrimidas para sumar
ahora 10 mil hectáreas más al Gran Santiago
son las mismas de siempre;
que si no se expande aumentará
el precio de las viviendas en la capital
y ellas se volverán inalcanzables
para las clases medias, y a la vez,
las sociales subirían de tal manera
-por el valor del suelo-, que el Estado
no podría financiar la cantidad que necesita.
Pero esos argumentos son internos.
No consideran la descentralización,
o la satelización; cuando se creó
el Plan Intercomunal de1960,
es por eso que se propuso
mejorar la conectividad
con Melipilla, Casablanca, Buin y Colina,
para comenzar a crecer en estos polos
y no, interminablemente,
ampliando la mancha capitalina.
Se dice que hay que acoger
a 1,6 millones de personas de aquí al 2030,
pero no se explica por qué tienen
que concentrarse todas en Santiago.
En todo el mundo la economía
hace subir y bajar los precios
de las propiedades,
y frente a ello la demanda reacciona.
En Detroit, aunque
se han venido abajo los precios,
emigraron millones porque no hay empleo;
en París están altos y escasean las viviendas,
por lo que la nueva generación
-en torno a los treinta años de edad-
está poblando ciudades de provincia,
lo que es una ventaja para una Francia
que celebra tener un nuevo capital humano
de primera línea disperso en todo su territorio.
También es tercermundista el reciclaje de los barrios,
la pérdida constante de patrimonios urbanos.
Así como hemos visto construirse
y desaparecer gran parte de Las Condes y Vitacura,
nuestros hijos asistirán a la demolición de La Dehesa y Chicureo.
Mucha de la mejor arquitectura chilena
desaparece en una sola generación
o en vida de los hijos de sus creadores.
Aquí tenemos un desorden
que revela confusión de propósitos;
lo de "La ciudad que queremos"
fue una fantasía del Colegio de Arquitectos,
porque los ciudadanos no tenemos instancias
en las que nuestra opinión tenga un valor
que se pueda clasificar como de participativa.
Las propuestas técnicas
de la Comisión Asesora Presidencial
tampoco fueron consideradas.
¿Qué vamos a hacer el año 2030
cuando, supuestamente, se 'acaben'
las 10 mil hectáreas que se agregaron ahora?
¿Otras 10 mil?
Los expertos han coincidido
en que Chile no debiera tener más de seis regiones,
que su capacidad de emprendimiento y gestión
no le permite tener quince.
Con un orden territorial,
tal vez podría romperse
la concentración en Santiago,
la que deja sin aire a las cabeceras regionales.
Es ahora el Sudeste Asiático,
beneficiado con impulsos financieros acelerados,
el que está dando un ejemplo "neocapitalista"
de cómo orientar las inversiones
dentro de un marco de operaciones
que surge de una estrategia-país.
Las ampliaciones se aceptan aquí con resignación,
por la esperanza -nunca cumplida- de que se trata
de la última, que nunca más se repetirá.
Pero ahora ya sabemos
que el límite no existe:
Santiago quiere ser Chile.
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