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Vivir en un país comunista

"Estas limitaciones a una libertad aplastada, pero no muerta, se veían también en las otras “democracias populares”, confirmando la realidad de un sistema donde comunismo y libertad eran incompatibles..."

Rolando Stein
Vi en un programa de la TV la entrevista que se le hizo a la joven y combativa diputada electa del PC Karol Cariola, quien finalizó su intervención asegurando que desde la Cámara luchará por el regreso del socialismo en Chile hasta la implantación del comunismo.

Sus palabras me hicieron revivir los tiempos en que, como funcionario de carrera de la Cancillería chilena y con la misma edad de la diputada, pedí ser destinado a la Embajada de Chile en Rumania, país que se encontraba ya bajo la tutela de Nicolae Ceaucescu, con un Partido Comunista con el que gobernó en exclusiva hasta 1990.

El comunismo en la época controlaba prácticamente a un tercio del mundo y avanzaba a pasos gigantes, mientras las democracias se batían en retirada. Las palabras de Nikita Khruschev de 1956, “los enterraremos”, vaticinaban un futuro oscuro.

Profesionalmente, esos años fueron apasionantes. Era el único funcionario de la misión y tuve la oportunidad de contactar al propio Ceaucescu y a su equipo dirigente y diplomático, con los cuales visité diversas regiones de Rumania.

El país es precioso, su gente amable y comunicativa, una isla latina dentro de un mar eslavo. La calidad de vida, a pesar de los 25 años del régimen, era inferior a la chilena, si bien la desigualdad de ingresos podía ser menor que la nuestra, tal vez porque la pobreza era generalizada y la situación privilegiada de la pequeña burocracia del partido único no la alteraba sustancialmente.

Los senadores y diputados chilenos llegaban con frecuencia. Muchos alababan estas democracias populares, aunque otros —recuerdo al senador comunista Carlos Contreras Labarca en un paseo por el delta del Danubio— observaban a los campesinos que vivían en cuevas a la orilla del río y comentaban: “Los nuestros no aceptarían subsistir en condiciones tan miserables”.

A pesar de las sombrías profecías de Khruschev, para los que habitábamos allá la “dictadura del proletariado” no se veía tan sólida. Podíamos palpar a diario sus debilidades: la principal, la falta de libertad. No había otra opción política, ni posibilidades de moverse de una ciudad a otra o salir del país. Hasta las máquinas de escribir debían registrarse para evitar la difusión de panfletos contrarios al gobierno. Las huelgas o los desfiles de protesta no se permitían. La falta de entusiasmo laboral se denunciaba: las fábricas exhibían listados con los operarios que cumplían con su cuota laboral, contrastada con una lista de “displicentes”.

En cuanto a la literatura, solo había libros y diarios extranjeros marxistas.

Era difícil para los rumanos entender que en Chile hubiese manifestaciones contra el gobierno, con toma de universidades, llamados a huelgas o desórdenes en las calles, y que la prensa publicara en primera página fotos y comentarios de estos hechos.

Lo que sí había en Rumania eran desfiles masivos apoyando a sus líderes, comenzando con Ceaucescu y los demás miembros del Comité Central. Había un control de los asistentes y amenazas en las fuentes de trabajo para los que no participaban en estas marchas.

Respecto de la “solidaridad socialista internacional”, la rivalidad de los miembros del Pacto de Varsovia no se ocultaba. Afloraban las diferencias entre los países y todos ellos mostraban su oposición y temor hacia la URSS.

Estas limitaciones a una libertad aplastada, pero no muerta, se veían también en las otras “democracias populares”, confirmando la realidad de un sistema donde comunismo y libertad eran incompatibles.

Los intelectuales, los levantamientos en la RDA, Polonia, Hungría, Checoslovaquia, el eurocomunismo propiciado por Enrico Berlinguer o el libro de Andrei Amalrik “¿Sobrevivirá la URSS hasta 1984?”, fueron algunas de las campanadas que vaticinaban el derrumbe del comunismo totalitario.

El fin de los Ceaucescu terminó con su fusilamiento el 25 de diciembre de 1989. Desde entonces los rumanos expulsaron al Partido Comunista del poder, como ocurrió también en la gran mayoría de los gobiernos que recuperaron la democracia y se zafaron de esa ideología.

Los que alabaron a esas dictaduras, pero mostraron una cruel indiferencia por la vida de millones de sus compatriotas, viven hoy con sus conciencias perturbadas.

La profecía de Khruschev no se cumplió. La URSS desapareció y los sistemas democráticos aumentaron sustancialmente. Chile lo es —aunque Karla piense lo contrario— y esa libertad le permitió ser electa como diputada de oposición, lo que no habría ocurrido en un país marxista.

Hoy quedan apenas algunos dinosaurios comunistas, varios utilizando la economía de mercado como el sistema más eficiente para mejorar la calidad de vida de sus súbditos.

Cuando se democraticen, será el momento —como se hizo en Chile— de honrar la memoria de esas víctimas y, en su honor, olvidar a Lenin y a los demás seguidores de un modelo político que ya murió.

Rolando Stein Brygin

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