Diario La Segunda
Viernes 08.08.14
La revista de la Segunda
Hasta hace
no demasiado tiempo,
los paraguas solían ser
objetos un tanto fúnebres.
Casi siempre negros,
rígidos y amplios,
ofrecían en las calles
una coreografía triste
en las tardes de lluvia
de cielo emborronado.
Hay que sumar a esto
los abrigos y sombreros
de sus portadores,
igualmente lúgubres.
En la pintura
«La calle Ahumada»,
de Enrique Lynch,
realizada en 1902,
se alcanza a vislumbrar
la atmósfera inquietante
de los inviernos
lluviosos del pasado.
Se trata del tipo de lluvia
que se denominaba «a la antigua»,
es decir, «de arriba para abajo».
En sus diarios de viaje por China,
Roland Barthes anotaba,
a principios de los años setenta,
un dato curioso: los paraguas
de los chinos eran de distintos colores.
El sólo asombro del autor
alcanza para deducir
que el formato occidental
de paraguas correspondía aún
al armatoste oscurro,
solemne, casi ritual.
A fines de esa década
comenzaron a aparecer
en las calles los vendedores
de paraguas desechables,
lo que le dio al artefacto
-y por tanto al aspecto invernal de la ciudad-
una impensada renovación cromática.
Yo he perdido todos los paraguas
de los que fui propietario,
lo que no tiene nada de raro
pues, como los encendedores
y los lápices, los paraguas parecen
encajar en la estructura del acto fallido.
Están hechos para los malos entendidos,
los intercambios, las sustracciones involuntarias.
Edwards Bello muchas veces
recurría al ejemplo del paraguas
cuando especulaba sobre el atolondramiento
y la imprevisión de la vida chilena.
Decía que en las veredas
los paraguas de los transeúntes
andan a los choques,
enredándose unos con otros,
y que en nuestras casas,
la pregunta invariable
de las mañanas de lluvia es
«¿dónde habrá quedado el paraguas?»
Es difícil rastrear el origen de la idea
de que un paraguas abierto
puertas adentro acarrea la mala suerte.
Las explicaciones
que circulan habitualmente
son bastante insatisfactorias.
Se podría pensar que un paraguas
es un artículo psicológicamente cargado
-en un grado mayor que una panera
o un secador de pelo-, y que estando
diseñado para protegernos
de un fenómeno externo,
representa un tipo de experiencia
que sólo puede ser vivida
fuera de los deslindes de la casa.
Algo parecido a los amoríos
de los maridos in illo tempore,
tolerados con resignación por sus mujeres
siempre y cuando no se los mentara
-ni mucho menos se los llevara-
al escenario sagrado del hogar.
Es posible que el personaje de ficción
mayormente asociado al uso del paraguas
sea la famosa Mary Poppins, creada por
la novelista australiana P. L. Travers
y recreada en el cine por Julie Andrews
en la muy musical película de Walt Disney.
No hay quién no tenga
el poster promocional de esa película
proyectado en el telón de fondo del inconsciente,
al margen de que se tolere o no la historia y las canciones.
En este caso el paraguas,
más que para proteger a la protagonista
de la lluvia servía para que efectuara
sus desplazamientos aéreos.
Era, por lo tanto, un «objeto prodigioso»
no menos efectivo que las escobas de las brujas.
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