Diario El Mercurio, Viernes 18 de abril de 2014
A más de un mes
"Pocos dudan de que el instrumento más importante para lograr más igualdad es la educación, que en Chile es poco inclusiva, y mala. Por tanto urge una reforma educacional que entregue calidad a todos..."
A más de un mes de que asumiera Michelle Bachelet, uno puede hacer algunas observaciones tentativas.
El diagnóstico general que hace ella de Chile me parece razonable. Si lo entiendo bien, ella piensa que a pesar del crecimiento, el país es todavía inaceptablemente desigual, y que eso es reprobable, por muchas razones. Porque es inmoral e injusto. Porque amenaza la gobernabilidad. Porque nuestra educación desigual desperdicia una mayoría de nuestros talentos, perjudicando la creación de capital humano. Porque queremos un país más "inclusivo". Esta buena palabra, que ella usa mucho, fue lanzada al estrellato hace dos años por Daron Acemoglu y James A. Robinson, en su libro "Por qué fracasan los países". La palabra apunta al camino correcto, y haberla adoptado con tanto entusiasmo habla bien de la Presidenta. El tema es cómo se logra esa inclusión. ¿Cómo se hace para que haya una cancha pareja que les dé oportunidades a todos? ¿Con qué medidas, qué medios? Es allí donde los primeros 37 días de Bachelet nos llenan de alarma.
Pocos dudan de que el instrumento más importante para lograr más igualdad es la educación, que en Chile es poco inclusiva, y mala. Por tanto urge una reforma educacional que entregue calidad a todos. Eso incluye levantar más recursos, una vez que se tenga un plan detallado de cómo se van a invertir. Desgraciadamente, ese plan no lo conocemos todavía, si bien todo indica que una buena parte del esfuerzo de financiamiento que se les va a pedir a los chilenos no se va a destinar a inversión en educación, sino que a transferencias.
En cuanto al financiamiento mismo, se dice que la única forma de obtenerlo es con más impuestos. No es cierto, porque se podrían cotizar las empresas públicas en Bolsa. Los enormes aportes fiscales que se requieren para financiar sus proyectos disminuirían, y eso liberaría fondos para la educación.
Eso no significa que no convenga subir impuestos. Nadie medianamente sano estaría en contra de hacerlo si fuera para hacer inversiones que de verdad condujeran a mejorar la educación; y si la reforma tributaria del caso fuera bien pensada, honesta y bien explicada. Al contrario, nos proponen una reforma manifiestamente improvisada, además de poco honesta. Aparte del laberinto de letra chica que contiene, nos quieren hacer creer que sube a solo 25 por ciento un impuesto que para todo efecto práctico sube a 35 por ciento. En cuanto a las explicaciones, algunas provocan alarma, porque revelan una ignorancia abismal por parte de las autoridades, como cuando dicen que las empresas ya no necesitan reinvertir sus utilidades, porque tienen acceso a crédito favorable.
Una de las fortalezas de los gobiernos de la Concertación era el profesionalismo de sus equipos. Fuera del Transantiago, no hubo en ellos improvisación, como la que se ve en este Transantiago tributario, y como parece que se verá con las otras reformas que vienen. Como consecuencia, el país está sumido en la incertidumbre. Los inversionistas, asombrados, se preguntan dónde diablos vamos. Como para responderles, el Gobierno remata con la derogación del DL 600.
Pero a solo 37 días, no es difícil enmendar rumbo. Por ejemplo abandonar el porfiado orgullo con que Hacienda se aferra a su improvisada reforma, descalificando a quienes discrepan, como si "mayoría" significara "dictadura". ¿Dónde está el gobierno participativo que se prometía? ¿O solo participan los que marchan? ¡Qué nostalgia por el gobierno anterior de Bachelet, que escuchaba, y que, con sus comisiones transversales, estudiaba los temas con calma y a fondo! Mientras tanto ¡qué manera de destruir buenos objetivos, con una fatal combinación de premura, improvisación e ideología!
El diagnóstico general que hace ella de Chile me parece razonable. Si lo entiendo bien, ella piensa que a pesar del crecimiento, el país es todavía inaceptablemente desigual, y que eso es reprobable, por muchas razones. Porque es inmoral e injusto. Porque amenaza la gobernabilidad. Porque nuestra educación desigual desperdicia una mayoría de nuestros talentos, perjudicando la creación de capital humano. Porque queremos un país más "inclusivo". Esta buena palabra, que ella usa mucho, fue lanzada al estrellato hace dos años por Daron Acemoglu y James A. Robinson, en su libro "Por qué fracasan los países". La palabra apunta al camino correcto, y haberla adoptado con tanto entusiasmo habla bien de la Presidenta. El tema es cómo se logra esa inclusión. ¿Cómo se hace para que haya una cancha pareja que les dé oportunidades a todos? ¿Con qué medidas, qué medios? Es allí donde los primeros 37 días de Bachelet nos llenan de alarma.
Pocos dudan de que el instrumento más importante para lograr más igualdad es la educación, que en Chile es poco inclusiva, y mala. Por tanto urge una reforma educacional que entregue calidad a todos. Eso incluye levantar más recursos, una vez que se tenga un plan detallado de cómo se van a invertir. Desgraciadamente, ese plan no lo conocemos todavía, si bien todo indica que una buena parte del esfuerzo de financiamiento que se les va a pedir a los chilenos no se va a destinar a inversión en educación, sino que a transferencias.
En cuanto al financiamiento mismo, se dice que la única forma de obtenerlo es con más impuestos. No es cierto, porque se podrían cotizar las empresas públicas en Bolsa. Los enormes aportes fiscales que se requieren para financiar sus proyectos disminuirían, y eso liberaría fondos para la educación.
Eso no significa que no convenga subir impuestos. Nadie medianamente sano estaría en contra de hacerlo si fuera para hacer inversiones que de verdad condujeran a mejorar la educación; y si la reforma tributaria del caso fuera bien pensada, honesta y bien explicada. Al contrario, nos proponen una reforma manifiestamente improvisada, además de poco honesta. Aparte del laberinto de letra chica que contiene, nos quieren hacer creer que sube a solo 25 por ciento un impuesto que para todo efecto práctico sube a 35 por ciento. En cuanto a las explicaciones, algunas provocan alarma, porque revelan una ignorancia abismal por parte de las autoridades, como cuando dicen que las empresas ya no necesitan reinvertir sus utilidades, porque tienen acceso a crédito favorable.
Una de las fortalezas de los gobiernos de la Concertación era el profesionalismo de sus equipos. Fuera del Transantiago, no hubo en ellos improvisación, como la que se ve en este Transantiago tributario, y como parece que se verá con las otras reformas que vienen. Como consecuencia, el país está sumido en la incertidumbre. Los inversionistas, asombrados, se preguntan dónde diablos vamos. Como para responderles, el Gobierno remata con la derogación del DL 600.
Pero a solo 37 días, no es difícil enmendar rumbo. Por ejemplo abandonar el porfiado orgullo con que Hacienda se aferra a su improvisada reforma, descalificando a quienes discrepan, como si "mayoría" significara "dictadura". ¿Dónde está el gobierno participativo que se prometía? ¿O solo participan los que marchan? ¡Qué nostalgia por el gobierno anterior de Bachelet, que escuchaba, y que, con sus comisiones transversales, estudiaba los temas con calma y a fondo! Mientras tanto ¡qué manera de destruir buenos objetivos, con una fatal combinación de premura, improvisación e ideología!
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