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Distinguiendo... (un texto enviado recientemente al que se le corrigieron algunas desprolijidades)



Ya hace algún tiempo
el padre de un amigo
había observado,
contemplando la correspondencia
que le llegaba a su buzón,
que hemos pasado 
de la condición de personas
a la categoría de clientes.

Una máxima comercial de otrora
afirmaba que «el cliente tiene siempre la razón».
Alguien podría argumentar ahora que las personas
no la tienen nunca y si la tuvieran, no basta con ello,
como le comentaba un Presidente de la Corte Suprema
a mi padre: «No basta tener la razón, tienen que dártela».
(Y habría que agregar, por Dios que cuésta,
sangre, sudor y lágrimas, mucha paciencia,
perseverancia y determinación, para tener
alguna mínima posibilidad de lograrlo).

Alguien dirá que este fenómeno
es una manifestación palmaria
de la «saciedad de consumo»
o una consecuencia natural
de la «suciedad anónima».

Ya no llegan cartas personales
como antaño, sino sobres
con "ventanitas", cuentas,
notificaciones, volantes,
promociones varias, 
ofrecimientos de créditos de consumo
y un gran etcétera comercial,
prejudicial y más bien perjudicial.

No se habla ni siquiera de conocidos,
sino de contactos; se nos enfatiza
la importancia de establecer y consolidar
dichas redes de contactos para prosperar
en la intrincada trama de la llamada
era de la civilización globalmente digitalizada,
la aldea global que predijera McLuhan.

Se escriben papers en los claustros
de las más prestigiosas universidades
del mundo acerca de las diferencias
que existen en contar o no
desde la formación escolar
con estas «redes de contactos»
y el factor de desigualdad 
que genera a los meritorios
que no han contado
en sus escuelas más bien marginales
con este tipo de ventaja desde la cuna.

Pero es triste visualizar 
a los compañeros y amigos
como potenciales contactos
de negocios, en lugar del valor 
en sí mismo de la amistad.

Es como lo que ocurre ahora
en educación superior,  por ejemplo,
en el que desaparece todo asomo 
de vocación y prima la calculadora
para conocer cuánto se estará
percibiendo como sueldo
al egresar o dos años después…;
para saber cuánto tiempo tomará
recuperar la inversión y estimar
las futuras ganancias potenciales.

Por otra parte el significado
de las palabras y la forma
cómo consideramos
las experiencias más entrañables,
han ido desvirtuándose
hasta hacerlas irreconocibles.

Cuando crecíamos 
habría sido impensable
una «solicitud de amistad»
como lo que ocurre
en algunas de las llamadas
redes sociales.

Se hacía énfasis en la diferencia
entre amigos y conocidos,
cuando el valor de la amistad
no radica en devaluar al resto del prójimo
sino que al revés, percatarse
que todos tienen algo o mucho de valioso,
y hay que están más cerca de lo que pensamos
y a la vez todos somos un enigma
unos perfectos desconocidos,
partiendo por nosotros mismos.

El «conócete a ti mismo»
sigue siendo una tarea pendiente.

Volviendo a la amistad y a la educación,
por continuar con esos dos ejemplos,
no podemos olvidar el valor 
que tienen en sí mismos,
donde no cabe poner precio.

Es lo que observaba Wilde
definiendo al cínico
como la persona que conoce
el precio de todo y el valor de nada.

El arte, la amistad, el amor,
se tasan hoy en día, 
como los contratos prenupciales, 
algo así como contratar un seguro
para mantener acotadas
las pérdidas en caso
de una eventual y previsible
colapso de la aventura matrimonial.

Queremos asegurarnos en todo:
un seguro de vida que lo contemple todo,
cuando si hay algo que parece claro 
es que esta delgada capa que cubre el planeta
y alberga la vida, es a la vez
un lugar extremadamente peligroso
para vivir, y al mismo tiempo
hasta donde sabemos hoy,
el único lugar disponible
y nadie sale vivo de acá.

Hay que poner la seguridad
no en la calculadora
sino en el origen
de donde proviene
y se sustenta este frágil
e inapreciable regalo.

La naturaleza misma
de lo que entendemos por vida
no está en su manipulación
como objeto intercambiable
sino que se experimenta
como la aventura que es
el hecho de estar vivos,
para vivirla generosamente,
consumiéndose como una vela
a fin de iluminar a otros,
y congregarlos en torno
a dicha luz para transmitir
ese fuego de manera 
que otros cirios puedan 
irradiar y propagar la luz
para que esté al alcance a todos,
pasando la posta
de la esperanza y del sentido
profundo que tiene nuestra
condición de pasajeros en tránsito.

No hay otra forma de vivir la vida
que hacerlo generosamente, sin tanto cálculo.

Una cosa es la irresponsabilidad
y otra muy distinta es una vida mezquina
que se guarda para sí, que no se entrega
y que se pierde lo mejor de la vida misma
partiendo por el amor que lo permea todo,
o al menos así debería serlo…y para siempre.

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