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Esa rara inundación que es la sucesión de los días.



                         Josefina Licitra

De niña pensé que la vida
era tan corta que no tenía sentido
vivir solo una, y por eso fui actriz.

                         Gabriela Hernández


Lo esencial de toda exploración
será volver al propio jardín
y ver las cosas por primera vez.

                            T. S. Eliot


Ahora su madre estaba muerta, 
la silla vacía y el ventanal huérfano 
del reflejo de esa anciana extraviada.

Su madre había perdido la memoria 
y pasaba horas sentada frente a un gran ventanal 
que daba a una calle en el centro de Santiago. 

Perdida, miraba ese horizonte 
como si buscara un rumbo,  una pista 
que la volviera a situar en este mundo. 

Él la visitaba con cierta frecuencia, 
semanalmente si queremos ser condescendientes, 
y se sentaba a su lado, sabiendo que ella ni siquiera lo reconocía. 

En esos momentos 
se preguntaba 
cómo lo había olvidado, 
cómo de un momento a otro 
ella había borrado toda esa vida 
que cuidó y amó durante tanto tiempo. 

Al principio 
se negó a aceptar esa realidad 
y, mientras la veía a los ojos, 
repetía "mamá" como intentando 
traerla de ese lejanísimo lugar 
donde ahora vivía su mente. 

Ella lo miraba en silencio 
por unos minutos con distancia, 
para luego voltear nuevamente 
hacia ese ventanal que parecía 
captar todo su interés. 

Así pasaron varios meses 
que se fueron apilando 
inútilmente en ambas vidas. 

Cuando ella aún estaba sana, 
le reprochaba siempre su desinterés 
por irla a ver, esa lejanía 
motivada quien sabe por qué. 

"A veces me siento tan sola. 
No te cuesta nada llamarme, 
contarme sobre ti
 o por lo menos hacerlo 
para saber si aún estoy viva", 
le dijo infinidad de veces, 
haciendo gala 
de ese chantaje emocional 
tan propio de la condición humana.

Ahora su madre estaba muerta, 
la silla vacía y el ventanal huérfano 
del reflejo de esa anciana 
extraviada en sí misma. 

Como hijo único se encargó 
de todos los trámites y de la cremación. 

El funeral no estuvo atiborrado de gente, 
más bien fueron pocos, pero él lo justificó 
pensando que varios de sus amigos 
ya no estaban en este mundo. 

"Finalmente ya está muerta", 
pensó mientras los recibía, 
"ya no le hace falta ver a nadie". 

Dejó pasar días,
semanas quizás, 
antes de atreverse
a volver a ese departamento 
que ya no albergaba a nadie. 

Irónicamente, cuando llegó 
se dio cuenta de que ese espacio 
estaba lleno de lo que su madre 
perdió con esa maldita enfermedad. 

Los recuerdos parecían 
apilarse en cada rincón, 
asomarse por cada marco de fotos, 
perpetuarse en esa cocina 
donde ella pasó horas 
cuando él era un estudiante 
y su padre aún vivía. 

Fue entonces cuando 
decidió excavar en ese lugar 
y encontrarla a través 
de lo que guardaba. 

Porque encontrarla 
significaría también encontrarse, 
perpetuarse en lo que los unía. 

Así fue hallando 
libretas de calificaciones del colegio, 
tonterías que él le regaló años atrás 
y que ella guardaba 
como si fueran monedas de oro, 
fotos carné tomadas quién sabe para qué, 
pero donde podía verse a sí mismo creciendo. 

Ahora esas cosas estaban tan huérfanas como él. 

Cansado, tomó una vieja fotografía 
donde aparecían ambos 
en un viaje al sur -¿sería Puerto Montt?- 
y se sentó frente a ese mismo ventanal 
que la acompañó en sus últimos meses. 

Esperando verla una vez más 
en el reflejo, se quedó dormido...

...
El Olvido, por Gustavo Santander

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