Una bomba política, también
Lo que ocurrió ayer fue de la máxima gravedad. Basta echar un vistazo a la amplia cobertura noticiosa y editorial, escuchar la reacción de las autoridades o constatar la gran expectación que se ha generado en la opinión pública, para presumir que el estallido de una bomba en uno de los accesos al metro, que dejó a siete ciudadanos mal heridos, tendrá consecuencias que exceden con mucho a las de un acto de vandalismo.
No fue el primero y, el principal problema, es que no sabemos si será el último. De hecho, el inmediato efecto que rápidamente notaremos en las formas y el lenguaje del debate público, además de la unánime condena, consistirá en una mayor presión social para el uso de la fuerza por parte del aparato estatal, lo que también se acompañará con una definición más laxa y menos restrictiva de lo que consideramos un acto terrorista. No hay que ser abogado, ni menos sociólogo, para advertir que el temor en la población facilitará a que cedan ciertas sutilezas teóricas con las cuales se había matizado este debate. Con este antecedente, el gobierno enfrenta tres importantes desafíos.
El primero consistirá en guardar una conducta coherente y consistente respecto de otros casos en los que tomó tempranas y quizás apresuradas definiciones. Así, por ejemplo, si el día de mañana una bomba estallara al interior de un bus entre Victoria y Traiguén, dejando similar cantidad de víctimas entre los pasajeros civiles y cuya autoría se presumiera relacionada con algún grupo radical indígena, ¿sería todavía posible sostener que no se aplicará la Ley Antiterrorista porque estamos en presencia de un problema eminentemente social?
Lo segundo apunta a una cuestión más histórica, que conecta con los propios traumas y miedos de nuestra memoria reciente, en lo que podríamos denominar el “complejo progresista”.
Por razones tanto políticas como sociales, nunca fue sencillo para los gobiernos de la Concertación -hoy la Nueva Mayoría- hacer uso total y efectivo de las prerrogativas y facultades, tanto de control como de castigo, que dispone el Estado como el principal garante de la seguridad ciudadana.
Y nuestra correcta inclinación a problematizar y complejizar estas cuestiones, también a ratos ha sido percibida como una actitud condescendiente hacia este tipo de fenómenos.
Tercero, este episodio viene a profundizar una tendencia registrada en los meses recientes. Las aprensiones ciudadanas que reflejan las últimas encuestas no son sólo el reflejo de una situación económica difícil, sino también la expresión de una incertidumbre política y social en el marco de un cuadro de crecientes inseguridades; donde la personal no es una excepción. La desconfianza no tiene su origen en la constatación de que enfrentamos un escenario adverso sino, mucho más complejo, en las dudas instaladas sobre la capacidad de las actuales autoridades para adoptar con firmeza las decisiones correctas que nos permitan sortearlo con éxito.
Sin exagerar entonces, el gobierno se juega mucho en la forma y manera a cómo afronte esta coyuntura.
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