La violencia entre nosotros
Aunque un atentado terrorista como el del lunes obedece a la voluntad criminal de quienes lo planean y ejecutan, cualquier chileno podrá reconocer una secuencia que se inició hace tiempo y que parece habernos conducido hasta donde estamos hoy, cuando nos preguntamos cómo llegó a ocurrir algo así.
La violencia lleva años entre nosotros. Lo saben quienes ya no van al estadio, porque temen a las barras bravas; los locatarios de la Alameda que cierran temprano cada vez que se organiza una “marcha pacífica” que termina con saqueos por parte de encapuchados; los padres del Instituto Nacional que presentaron un requerimiento en tribunales para acabar con las tomas que no permiten a sus hijos ir a clases; los automovilistas y camioneros que ven impedido el tránsito por la Panamericana cuando ciudadanos molestos ocupan la carretera para protestar; los comuneros de La Araucanía que sobreviven bajo la amenaza de un ataque de activistas mapuches; los vecinos de Macul con Grecia en la capital, que sólo este año han debido soportar más de dos decenas de enfrentamientos entre universitarios y Carabineros, y los del sector del Cementerio General, que el domingo padecieron una vez más los efectos de otra marcha por los derechos humanos; las personas y empresas que han sufrido daños a su propiedad como producto de los más de 200 bombazos que han tenido lugar desde 2006 en Santiago. Lo saben, por supuesto, los 14 heridos del atentado del lunes y sus familiares.
Lo civilizado es que las quejas se canalicen por el conducto institucional, y se castigue y aísle a quienes optan por la vía de los hechos. Sin embargo, aquí siempre hubo alguien dispuesto a justificar a los violentos. Muchos por miedo, algunos por ineptitud y otros por convicción, excusaron a los victimarios amparados en una supuesta deuda que la sociedad mantendría con ellos.
Mientras eso sucedía, una mayoría resignada debió aceptar que sus derechos fueran atropellados sin que el Estado saliera de su pasividad. Los violentos aprovecharon y ocuparon el espacio que se les dejó disponible. La impunidad que ganaron les permitió ser más agresivos. Vistas así las cosas, el bombazo del lunes resultaba casi inevitable.
Ahora el discurso ha cambiado y las autoridades aseguran que llevarán a la cárcel a los responsables del atentado. Pero, si quieren enfrentar el problema en serio, es imprescindible no sólo que atrapen a los terroristas del Metro, sino que también restauren el respeto perdido a la ley y a las normas mínimas de convivencia.
Hasta ahora, han sido incapaces de encarar un cuadro de violencia creciente al que nadie ha tenido el valor de ponerle coto. (En honor a la verdad, sólo el ex ministro Rodrigo Hinzpeter hizo un intento real por controlarlo, pero fue ridiculizado por los apologistas de los violentos). Si, como han dicho algunos, el bombazo del lunes marca un antes y un después en la manera de tratar este tipo de actos, es de esperar que en el “después” nuestras autoridades actúen con más decisión que en el lamentable “antes”.
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