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Ley Antiterrorista: señal en todo caso



Por breves horas pareció que el Gobierno había dado una importante señal jurídica de hacer frente a los actos terroristas con todas las herramientas que el derecho le brinda, sin excluir a priori la aplicación de la normativa precisamente elaborada para ese efecto. Es de recordar que el texto vigente de la Ley N° 18.314, que tipifica y sanciona tales actos, data de 1984, pero fue ulteriormente modificado en términos significativos por reformas de los años 2003, 2005, 2010 y 2011, de modo que responde a criterios plenamente democráticos. Es más, mantiene permanente vigencia la noción de que la democracia misma es desafiada y puesta en riesgo grave si tales actos no son contrarrestados con vigor condigno a la magnitud de los estragos humanos, institucionales y materiales que ellos causan. De allí la severidad con que los sancionan todas las democracias, incluyendo por cierto las más avanzadas, siendo una evidente falacia sostener que la normativa antiterrorista sea propia de regímenes autoritarios o totalitarios.

Parecía, pues, razonable que se hubiese invocado dicha ley por la correspondiente repartición del Estado, como querellante en el caso de Víctor Montoya Encina, de 23 años, acusado de colocar una bomba en un retén de Carabineros de Las Vizcachas en febrero de 2013. Para hacerlo, el abogado de la autoridad estimó que los hechos en que aquel incurrió "son constitutivos de los delitos de colocación de artefacto explosivo terrorista, previsto y sancionado en el artículo 2 Nº 4 en relación con los artículos 1 y 3 de la Ley Nº 18.314". En consecuencia con lo cual pidió al tribunal oral de Puente Alto declararlo culpable del delito frustrado de "homicidio de carabinero en servicio, previsto y sancionado en el art. 416 del Código de Justicia Militar", por las lesiones con que resultaron dos uniformados a resultas de la explosión. La pena que requirió a la justicia es de 15 años y un día de cárcel.

No había contradicción entre lo anterior y el que el ministro del Interior y Seguridad Pública, Rodrigo Peñailillo, hubiese encargado a un grupo de abogados el análisis de dicha ley. Es su indiscutible prerrogativa evaluar caso a caso su aplicación, pero es injustificable renunciar por anticipado y genéricamente a emplearla. En la experiencia comparada de democracias maduras no parecen encontrarse ejemplos de una autolimitación semejante. Además de la obvia afectación del ordenamiento jurídico e institucional que ello implica, es difícil hacer comprender a la ciudadanía que el Estado, que existe para garantizar la seguridad pública, abdica de emplear los instrumentos legales específicos frente a actos que el más elemental sentido común advierte como terroristas, y de los que puede resultar víctima cualquier persona, y no solo agentes del Estado. ¿Se abstendría de hacerlo si apelase al terrorismo en nuestro país un grupo neonazi violento o de un fanatismo racial, como los que proliferan en diversas democracias europeas? Que la autoridad haga saber que no utilizará a ningún evento una norma contra delitos tan graves, ¿no es un aliciente para quienes desquiciadamente estiman que perpetrarlos está justificado por sus particulares visiones sobre la sociedad? ¿Cómo se justifica que el Gobierno haya procedido a despedir al abogado de su dependencia que no hizo sino cumplir con su deber profesional?

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