Diario El Mercurio, Economía y Negocios, domingo 20 de abril de 2014
A pesar de tratarse
de uno de los cambios estructurales
más importantes para cualquier país,
el Gobierno, abusando de su mayoría parlamentaria,
ha reducido el debate a su mínima expresión.
Los espacios para que
los actores, expertos y afectados
expongan sobre las consecuencias de la reforma
han sido lamentablemente estrechos
y la discusión del detalle de su articulado, inexistente.
Quienes promueven la reforma
se han limitado a calificar peyorativamente
a los que opinan distinto.
El Gobierno ha seguido la línea política
de aseverar que aumentar los impuestos siempre es bueno,
especialmente si se aplican a las empresas.
Sin embargo, la realidad es mucho más compleja.
Aun cuando se trate de un eslogan de campaña bien logrado,
atacar a las empresas no es el camino adecuado
si se quiere genuinamente mejorar la condición de los más vulnerables,
tal como lo demuestran las experiencias de la Argentina y Venezuela,
en donde las empresas se marchitan a la par que sigue creciendo
el número de personas de escasos recursos.
El proyecto de ley de reforma tributaria es muy complejo.
Se aleja radicalmente del ideal democrático
en el que las leyes deben ser pocas
para que los ciudadanos puedan conocerlas,
y simples y coherentes para que
las puedan comprender y cumplir.
En nuestro caso,
aún para los técnicos más especializados,
el proyecto resulta difícil de entender
y el mismo Gobierno ya lo está corrigiendo,
aun cuando en aspectos que no apuntan
al fondo de los problemas planteados.
Sin embargo, hay algunos comentarios que podemos hacer.
La lucha ideológica contra el FUT
se ha transformado en un hito político,
pero como la realidad suele ser más compleja
que los paradigmas ideológicos,
han inventado el RUA (registro de utilidades atribuidas)
que es aún más alambicado, lo que demuestra
que los temas tributarios son espinosos.
El punto de fondo es que
al final de un período de transición
de unos pocos años
las empresas pasarán a tributar,
en términos prácticos,
del 17% -vigente hasta hace poco tiempo- al 35%.
Si consideramos las casi nulas exenciones
a nivel de la base del impuesto
de primera categoría que existen en Chile,
a diferencia de otros países
con que se nos pretende comparar,
estamos frente a una tasa efectiva
excepcionalmente alta aún para países desarrollados.
Ante un cambio tan radical
la carga de la prueba de demostrar
que no se afectará el ahorro y la inversión,
y con ello el progreso, debería ser del Gobierno.
Si la preocupación
es incrementar los ingresos fiscales,
deberían estar mirando la tasa de crecimiento
en lugar de pretender sacar
una mayor tajada de un producto estático.
Bastaría un punto de crecimiento más por año
acumulado en el tiempo para que se superara
cualquier pretensión de ingreso fiscal vía mayores impuestos.
El Gobierno plantea
que la recaudación total
equivaldrá a un 3% del producto;
es casi seguro que ello afectará
en la misma proporción al ahorro privado.
Como el Gobierno
piensa gastar esos recursos,
o al menos 2 puntos de ellos,
esta reforma se traducirá
en un menor ahorro neto del país
que, dada la situación
de déficit de cuenta corriente actual,
no podrá ser sustituido por ahorro externo
e implicará menores inversiones de 2 puntos
y con ello un punto de crecimiento menos por año.
O dicho de otra manera,
Chile será más pobre y los pobres,
vía un empleo menos dinámico,
serán los más afectados.
Ahora bien,
se argumenta que el Fisco
gastará esos recursos bien
y con ellos se mejorará
-vía una educación de calidad-
la productividad del país
y el bienestar para los menos favorecidos.
Sin embargo,
ya hemos duplicado el gasto en educación
sin grandes mejoras en los resultados
y la evidencia empírica demuestra
que en países con cobertura total,
un mayor gasto en educación
no redunda en una mejor calidad,
sino que hay otros elementos
a considerar que no tienen relación
con el incremento del gasto en el sector.
Pero, además, dado el grado de ideologismo
con que se ha planteado la reforma educativa,
que aún no se conoce pero se insinúa,
solo cabe esperar un empeoramiento de la calidad
a costa siempre de los más pobres.
Recordemos que entre otras cosas
se pretende dar gratuidad
a quienes no la necesitan.
El orden debería ser inverso.
Primero tener en claro
qué políticas realmente
mejoran la educación de todos
y para aquellas que requieran
un financiamiento estatal extra
debieran buscarse ingresos
que no afecten el progreso general
en el corto y mediano plazo.
La experiencia indica
que no hay ninguna política
que pueda ser exitosa en el largo plazo
cuando se está afectando
fuertemente el corto y mediano plazo.
Probablemente en el fondo de esta propuesta
se encuentra la esencia de la ambición histórica
de algunos ideólogos de hacer más poderoso al Estado
y a los burócratas y menos autónomas a las personas
aunque ello sea a costa de un país más pobre.
El punto es claro al ver
que no hay ninguna consideración
por los efectos que las nuevas alzas de impuestos
tendrán en los cotizantes de las AFP,
cuyos ahorros debieran estar exentos
de impuesto a la renta.
Esto llevará desgraciadamente
a que las personas tengan
menos ahorros propios
y dependan más del Estado
en su vejez para subsistir.
Por otra parte,
el argumento que las empresas
siempre se pueden endeudar es falaz.
Para endeudarse hay que tener capital
y aun en las economías
con mercados financieros más desarrollados,
la semilla de capital la provee fundamentalmente
la acumulación en el tiempo del ahorro de las empresas.
No es casual que sean las empresas familiares
el germen del desarrollo empresarial.
Como dijimos,
la propuesta es muy compleja
y tiene muchas instancias
en las que no solo se aumentan
las tasas de los impuestos
sino también la base sobre la cual se aplican.
La línea central es siempre la misma:
no darle oportunidad al crecimiento
y darle mayor poder al Estado.
Tal es el caso de los impuestos verdes
que se crean en medio de una incertidumbre total
en el mercado energético de Chile.
Los cambios en la tributación
que afectarán a las viviendas las encarecerán.
Como la vivienda es el anhelo
y la inversión principal de una familia,
incrementar su costo equivale
a privar de ella a personas
que, una vez más, ahora
pasarán a depender del Estado
para acceder a su casa.
¿No sería más razonable pensar
que en el caso de la vivienda,
el IVA -impuesto al consumo-
se pague a medida que se la consume,
esto es, en su período de amortización
de 30 a 40 años?
Las personas
serían más independientes,
el Estado menos poderoso
y la economía más dinámica.
Pero quizás
lo más negativo del proyecto
sean las facultades que se le dan
a la autoridad tributaria
para, por vía de la interpretación
o de facultades de impugnación,
aumentar a discreción
la carga impositiva
de manera impredecible.
Se trata de un desprecio
hacia las personas comunes
que se encuentran por encima,
son anteriores al Estado y tienen derecho
-o deberían tenerlo en cualquier país
que se pretenda democrático-
a hacer todo aquello
que no esté expresamente
prohibido por la ley,
y ello debe ser claro, preciso
y anterior al hecho del proceso.
Tampoco puede avasallar otro derecho
tan esencial como el de la privacidad.
Se trata de límites fundacionales
al poder del Estado sobre las personas
y, aunque no les guste a algunos,
imponen una indispensable barrera
a lo que el Estado puede pretender hacer.
Que otros países ávidos por recaudar
se deslicen por esta pendiente
no es argumento porque cada uno
tiene sus propios contrapesos.
El concepto de elusión
-por definición arbitrario-
utilizado en países
con sistemas de derecho jurisprudencial
deviene cierto a través del mecanismo
de la jurisprudencia a la que están acostumbrados
ya que toda su institucionalidad
está originada a través del precedente.
En el otro extremo,
el uso de la legislación sobre la elusión
en legislaciones como la brasileña
es una de las razones importantes
por las que Brasil está estancado,
ya que es una barrera más a la inversión
como lo atestiguan empresas chilenas
que han sufrido sus efectos.
De aprobarse esta propuesta,
es razonable esperar a mediano plazo
que la recaudación baje.
Así como el aplicar
controles cambiarios crecientes
para evitar la salida de divisas
termina en menos divisas
de las que se están pretendiendo atesorar,
los mayores controles impositivos
terminan en una menor recaudación.
La razón es simple:
que hasta ahora las leyes
hayan sido razonablemente claras
ha ayudado a que el sistema chileno
funcione bien en términos relativos,
acorde a nuestro nivel de ingreso.
La discrecionalidad e incertidumbre
que el proyecto genera
tendrá como consecuencia
que muchas decisiones de negocios
se pierdan o dejen de llevarse a cabo
por empresas formales
como vemos sucede en el resto de Latinoamérica,
pasando a realizarse en la economía informal
de manera mucho menos productiva para el país.
En los hechos, probablemente
sean no más de 100 empresas formales,
por efecto encadenado
de las transacciones en la economía,
las que explican en nuestro país
gran parte de la recaudación.
Si se quiere recaudar más
el camino es el opuesto:
elaborar normas claras, precisas
y libres de interpretaciones discrecionales
que fomenten y no ahoguen el crecimiento y el progreso.
Por lo demás, vale la pena recordar
que no son los funcionarios del Estado
los que recaudan desde sus escritorios.
Los gobiernos se esconden
detrás de las empresas para recaudar
y ni siquiera se atreven
a que el ciudadano conozca
el monto de los impuestos
que hay detrás de su compra.
¡Si el Sernac
quisiera verdaderamente
informar a los consumidores
debería obligar a que detrás de cada precio
se muestren todos los impuestos que pagamos los chilenos!
A pesar del eslogan político
que la reforma es contra los ricos y pro igualdad,
su primera lectura indica que nos hará a todos más pobres,
especialmente a los menos favorecidos, y con ello, más desiguales.
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