Diario La Segunda, Viernes 25 de Octubre de 2013
No me gusta encerrarme en el tono mayor o en el menor. Rechazo de plano la dictadura delescribir correcto y la del pensamiento correcto. Releo ahora, en los días de su centenario, la obra de Albert Camus. En los años cincuenta fuimos sartreanos, pero una larga experiencia nos acerca en décadas recientes al autor de “La peste” y de “El mito de Sísifo”. Sartre daba respuestas; Camus, en cambio, planteaba las grandes preguntas. En alguna medida, Camus era ensayista y Jean-Paul Sartre pretendía ser filósofo. Para mi gusto, Camus estaba en la línea clásica de Michel de Montaigne. Escribía ensayos, no resultados, como declaró alguna vez el Señor de la Montaña. Ensayar y preguntar, o hacerse preguntas, son actitudes muy parecidas. Dar resultados es una prueba de arrogancia y, hasta cierto punto, de ingenuidad.
Después de este preámbulo, entro en mi pequeña materia. Siempre he pensado que en la escritura se necesita una mezcla bien equilibrada de seguridad y de modestia. El condimento que debe agregarse siempre, al menos para mi gusto, es el sentido del humor. Y no debe faltar un aire lejano, pero claramente perceptible, de poesía. Haga usted un cóctel con todos estos ingredientes y puede llegar a sacarse, a lo mejor, algún premio municipal de literatura. Llegué hace ya bastantes años a un restaurante de la zona del Chiado, en Lisboa, en compañía de mi amigo Pancho Ariztía. Me acuerdo de que no había nadie, o casi nadie, y de que comimos un guiso a base de bacalao. Los portugueses son los maestros indiscutidos del bacalao; cuando llegaron al Brasil, en la mitad del siglo XVI, influidos por el clima, por las especies exóticas delNuevo Mundo, empezaron a agregarle chocolate. El guiso era estupendo y le dijimos al señor que nos servía que no queríamos postre. Pues bien, el hombre, con tranquila personalidad, declaró que nos iba a poner “unas peritas al oporto”, y que si no queríamos comerlas, no pasaba nada. Al final comimos las famosas peras, dignas de las Confesiones agustinianas, y como el hombre del servicio actuaba con tan segura serenidad, le preguntamos si era el dueño del recinto. “Soy sólo empleado”, contestó él, con una sonrisa, y agregó en lengua portuguesa: “e muito mal empregado”.
Me pareció una notable lección de modestia y me impresiona al cabo de casi veinte años. Ahora acabo de estar en Madrid y me ocurrió una anécdota relacionada con el servicio y que también me parece digna de ser contada. Venía de un pueblo de montaña, en Andalucía, y sentía dolores agudos en la rodilla derecha. Cosas del calendario, me decía, con algo de melancolía, y sentía el eco de voces andaluzas, recordaba el paso de caballos alazanes en una exhibición en la Real Maestranza de Caballería, pensaba en una puerta morisca recortada en el rincón de una iglesia gótica. Mis caminatas por las callejuelas de Ronda, de subida y de bajada, me habían dejado lesionado, pero no me arrepentía. Pues bien, en mi hotel de Madrid tenía que pasar de un espacio a otro, de la recepción a la cafetería, subiendo por una escalera y bajando por otra. El hombre del así llamado “bar inglés” comprendió la situación de inmediato y me ayudó a pasar por los interiores más o menos laberínticos de la cocina, sin necesidad de subir o bajar escaleras. Fue un detalle humano, una chispa, una rápida y amistosa ocurrencia, y llegué a la conclusión de que esas cosas no ocurren con frecuencia en el mundo contemporáneo, que no es ocioso contarlas, para ejemplo y para memoria. El hombre del bar no creía que un mínimo gesto humanitario fuera inútil, y no se equivocaba. Pensé que a Albert Camus, nacido en Argelia hace exactamente cien años, no le habría disgustado el detalle.
Como francés de origen argelino, el escritor no era partidario de una ruptura total entre ambos países. Era amigo del entendimiento, de los puentes, de las soluciones pacíficas. Cada vez que discutía con otro, tenía una fuerte tendencia a comprender las razones del otro. Por este motivo, fue perseguido y detestado por los nacionalistas de ambas orillas. En una ocasión fue furiosamente abucheado en un teatro, cuando intentaba pronunciar una de sus maravillosas conferencias, mientras los jóvenes, afuera, vociferaban “¡Muera Camus!”
El único admirador decidido, fervoroso, de Albert Camus, en el Santiago de los años cincuenta, entre la juventud literaria de entonces, era Jaime Laso Jarpa. Tenía toda la razón, mientras nosotros, con terquedad, con absurda arrogancia, nos pronunciábamos en contra. Cuando partí a París en el otoño de 1962, con un nombramiento de secretario de embajada, Jaime Laso me hizo prometer que llevaría flores a la tumba del autor de “El extranjero”. No cumplí la promesa (la tumba quedaba un poco lejos), y trato ahora de compensar esa falta en estas líneas, en recuerdo del escritor chileno y del francés argelino. Y en recuerdo de las peras al oporto de ese “muito mal empregado”.
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