P. Patricio Astorquiza Fabry
El capítulo décimosexto de San Lucas,
que se lee en la misa de hoy,
narra la parábola del rico egoísta
y del mendigo Lázaro,
tan conocida y comentada.
Por necesidad, tendremos que elegir
solo algunos aspectos de su riquísimo contenido.
En primer lugar, es imposible evitar
una cierta connotación social.
Aquí el villano es el rico, y el héroe es el pobre.
El público que lee esta parábola,
si conoce medianamente las Escrituras,
empalma con la bienaventuranza de los pobres en espíritu,
con los pobres alabados en el Antiguo Testamento,
con la predicación del Evangelio a los pobres,
y con la referencia favorable a los pobres
en el Magníficat de la Virgen María.
La riqueza está asociada con el éxito terrenal
y parece contener su propio premio aquí en la tierra.
Por otra parte,
tampoco se promueve como virtud
el fracaso y la indigencia.
Podría decirse que cierto tipo de virtudes
son más fáciles de alcanzar
si se cuenta con la educación
y los medios pertinentes.
Si uno se pregunta entonces
por qué está Lázaro en el cielo,
no es por su vida miserable
sino por la mansedumbre
con que la vive.
Él no se subleva contra Dios.
Tampoco maldice al hombre rico.
Deja incluso que los perros
laman sus llagas, sin espantarlos.
Es otro Job pero que a lo mejor
no conoció otra vida
que la de un pobre mendigo,
y se confía en las manos de la Providencia.
Ni siquiera se niega a llevar agua
al rico en el infierno;
quien se la niega es Abraham.
¿Y el rico?
Abraham no le dice
que mereció el infierno
por infidelidad matrimonial,
o por riquezas mal habidas,
aunque eso también pudo haber sucedido.
Se concentra en cambio
en el egocentrismo
que puede producir
fácilmente la riqueza.
El rico se dedicó a usar para sí mismo sus bienes,
El rico se dedicó a usar para sí mismo sus bienes,
transformándose en un experto en pasarlo bien,
banqueteándose espléndidamente cada día, dice el Evangelio.
Para él, la situación de Lázaro,
en el portal mismo de su casa,
era un molesto caso de mala suerte
que a él no le correspondía solucionar.
Pero, por encima de todo,
la parábola recalca
el carácter inmortal de la vida humana.
En contraste con los saduceos,
Jesús abre el proyecto vital de toda persona
hacia esa supervivencia trascendente,
que implica consecuencias
más allá de los umbrales de la muerte.
Los términos "éxito" y "fracaso"
adquieren su sentido pleno
solo cuando incluyen
el premio y el castigo eternos.
¿Y qué decir de cada uno de nosotros?
Si tenemos un nivel elevado de educación,
o si somos favorecidos con bienes materiales,
tenemos especial necesidad de captar
nuestras correspondientes responsabilidades.
Humildad, sobriedad, solidaridad,
son virtudes sin las cuales el éxito
y la riqueza suelen corromper el corazón.
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