¿Es la poesía la que decae? ¿O es la crítica literaria la complaciente?
por Roberto Onell
Diario El Mercurio, Revista de Libros
Domingo 9 de diciembre de 2012
Creo posible una conversación sobre los comentarios de Ignacio Valente del 25 de noviembre pasado. El crítico lamenta, en la siempre escasa crítica de poesía, "evaluaciones desorbitadas" que dan "la impresión [...] de que abunda la nueva poesía de calidad superior", cuando en verdad sólo observamos decadencia generalizada en autores chilenos y de todo Occidente. Pero se trata de "cierta crítica literaria": la de "comentaristas académicos que no ven más allá de sus propias categorías, [y] gacetilleros que lo encuentran todo excelente", y que, resumidamente, ensalza lo mediocre o pésimo, por no manejar los parámetros del valor de un poema. El problema de fondo es la pobreza de la poesía actual. "¿Acaso en Chile se escriben hoy poemas como los que sesenta años atrás escribían Neruda, Díaz Casanueva, Anguita, Arenas, Rojas, Parra, o muy pronto escribirían Arteche, Barquero, Lihn, Uribe, Teillier...?". Nuestra buena poesía habría terminado, con "Hahn y el primer Zurita", hace unos treinta años.
Concuerdo en general con Valente sobre la actual crítica de poesía. Vayamos a la poesía misma. Los poetas mencionados -ninguno infalible- tienen al menos un denominador común que los distingue de las decenas de poetas de entonces, y que ayuda a discernir hoy: rigor artesanal, el oficio de arrimar palabras en niveles más que aceptables de ritmo y revelación, el apoyarse en una tradición donde reconocerse; disposición a aprender y trabajar, cuya continuidad verificamos en niveles varias veces sobresalientes hoy mismo. Para aportar y apostar obras que conozco: Rafael Rubio, canto recobrado, doloroso y gozoso desde la combinatoria métrica (elogiado por Valente hace pocos años en esta revista); Juan Cristóbal Romero, poeta, traductor de Horacio; Cristóbal Joannon, urdidor de disquisiciones herederas de Maquieira, Lihn, del mejor Parra, semejante a Matías Rivas, Julio Carrasco y Germán Carrasco, poetas que quizás deban leerse con una antena hacia la poesía anglosajona, para tensar la cuerda del raciocinio en el poema, como también Armando Roa Vial y Marcelo Pellegrini; Gladys González, paciente en la imaginería de sí misma; Kurt Folch, metódico al equilibrar palabra y silencio; David Preiss, erótico, sacro, reflexivo, tempranamente valorado por Arteche, Guillermo Trejo, Alfonso Calderón y Julio Ortega; Marcelo Rioseco, en la herencia lúdica y visionaria de Huidobro y Anguita. Cierto: cualquiera de estos apellidos palidece ante los de décadas pasadas... Como seguramente se pensó que Cancionero sin nombre desteñía ante Residencia en la tierra , o Para ángeles y gorriones ante Lagar . Etcétera.
Es verdad que el versículo -también llamado verso libre- se cultiva en demasía desde hace al menos treinta años, haciéndonos difícil discernir su calidad por parecerse mucho a la conversación corriente. (Legiones de seguidores de Parra y Lihn, con más entusiasmo que lucidez, más vehementes que trabajadores, no parecen enterarse de que estos maestros llegaron al versículo, especialmente Lihn, sólo después de mostrar solventes competencias métricas.) De ahí el imperativo, para toda crítica de poesía, de asumir el ejercicio lector de modo análogo: rigor, artesanía, oficio. Espíritu de trabajo lector y, sobre todo, de oyente adiestrado con los predecesores. El desafío de nivelarse hacia arriba; de dar razón, intentarlo, de un poema bien hecho o defectuoso; no de renunciar a la crítica. ¿Es legítimo conquistar más espacios críticos para diversos proyectos poéticos? Claro, pero de la mano con formarnos como lectores con parámetros que no conviene democratizar hasta el igualitarismo. Una cosa es que los criterios sean cambiantes, como todo producto histórico; otra, que nos hagan imposible discriminar. Y es relevante discriminar porque hay mucho en juego: la recreación del mundo, la manifestación del sentido. Porque "poéticamente habita el hombre", anotó el citado Hölderlin, y sabemos que no cualquier suspiro o eructo, buena conciencia o travesura, transfiguran el mundo. Y porque el humano diálogo procede, en poesía, en otra frecuencia de transmisión. Al mismo tiempo que sus corolarios, poemas como "El arte de la elegía" (Rubio) o "Arte de marear" (Romero) reinician una tradición perfectamente viva. Si alguien quedó sordo en el intertanto, procuraremos curarlo; si no resulta, "el diálogo que somos" (otra vez Hölderlin) sigue en marcha indefectiblemente, aun al precio del silencio y la sordera. Y, por humano deseo, buscamos crecer en un diálogo de la mejor calidad. Estos nuevos poetas son la prueba y la incitación.
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