Bruno Schulz -quien fue de oficio grabador, dibujante y profesor hasta el momento de su brutal muerte- sorprende ya de entrada con una prosa de nivel extraordinario, de aquellas que pocas veces un lector puede apreciar en su vida de lector.
por Pedro Gandolfo, Revista de Libros
Diario El Mercurio, domingo 2 de septiembre de 2012
http://diario.elmercurio.com/2012/09/02/al_revista_de_libros/critica/noticias/DE534B90-7141-4497-AEF3-D321FEB9582E.htm?id={DE534B90-7141-4497-AEF3-D321FEB9582E}
No terminé de leer este libro. Por ello escribo desde una subjetividad incompleta y contrariada que no pretende argumentar acerca de los méritos (que tantos tiene) La calle de los cocodrilos , del escritor polaco Bruno Schulz. Usualmente soy un buen devorador de fárragos tediosos -según una disciplina inoculada por la Escuela de Derecho-, pero en este caso se me vino encima la angustiosa hora de cierre sin que la singular belleza de este inusual relato me dejara avanzar con la suficiente velocidad, aunque su extensión sea más bien breve. Había leído a Schulz -un judío de Galizia como Joseph Roth, uno de mis autores predilectos- hace un par de décadas (quizás en Seix-Barral) con admiración pero sin deslumbramiento. Esta vez, sí, y es, precisamente, ese deslumbramiento y no el tedio lo que demoró mi lectura. Dijo alguien que cada autor o, incluso, cada libro tiene una oportunidad justa para que lo alcancemos a rozar -acaso es posible- y si, por lo mismo, llega o vamos a él intempestivos podemos dejarlo ir sin atisbar siquiera su riqueza. Pero en otras ocasiones, cuando se trata de un texto escrito en otra lengua, en su conversión a la nuestra pierde demasiado de su brillo o se ofusca por completo. Aquí, creo, se trata del caso contrario: el de una espléndida recepción de un espléndido libro.
En una ciudad remota de un país lejano de Europa oriental vive un soberbio viejo junto a su familia. El padre -centro de un conjunto de relatos solo en apariencia deshilvanados- emplea una tienda de tejidos como fabulosa pantalla para sus alambicados pensamientos y oficios. En contraste con la apacibilidad burguesa de la vida provinciana (concentrada en la sirvienta Adela), Schultz despliega un personaje colosal, grotesco, absolutamente extravagante, mezcla de charlatán, mago, profeta del antiguo testamento y artista posmoderno. En el punto que detuve mi lectura, precisamente al inicio del capítulo que lleva el mismo título que el libro, Schulz dice así: "Mi padre guardaba en un cajón, debajo del gran escritorio, un viejo y colorido mapa de nuestra ciudad". Me imagino, por lo que leí en las páginas anteriores y por lo que, a vuelo de pájaro, miré de reojo -incontinente- en las líneas de un poco más abajo, que ese mapa me promete aventuras literarias exquisitas que la escritura de esta reseña me está privando y a las cuales espero volver pronto.
Schulz cuenta los distintos relatos desde el ángulo de un niño de edad imprecisa, el hijo de este proteico y apabullante padre, un testigo particularmente sensible y fantasioso de esas historias. Por cierto que Schulz está muy lejos de "la falacia mimética" que pretende replicar la voz, el modo de decir, de un niño, falacia que refutó Henry James -quien sabía de estos temas-, puesto que la sensibilidad de un niño es inmensamente superior a su capacidad de expresarla verbalmente. "El asunto de los pájaros fue la última contraofensiva de fantasía, colorida y espléndida, que mi padre, aquel improvisador incorregible, aquel maestro esgrimista de la imaginación, lideraría contra las trincheras y barricadas de un invierno vacío y estéril" no es desde luego el registro de lenguaje de un niño cualquiera, es una invención maravillosa de Schulz, una suerte de regreso a la niñez -sin interferir en su magia- con todo el arte de su extraña madurez.
Bruno Schulz -quien fue de oficio grabador, dibujante y profesor hasta el momento de su brutal e insensata muerte- sorprende ya de entrada con una prosa de nivel extraordinario, de aquellas que pocas veces un lector puede apreciar en su vida de lector. Los primeros párrafos los dedica a describir, con una escritura tan bruñida y fulgurante como una jarra de plata, una mañana soleada de pleno verano. La visualidad de su estilo, que trasunta de un modo poderoso su oficio de dibujante y de pintor, es muy rica en claroscuro y en un colorido cuya gama es precisa y abundante como pocas. El encandilamiento que cualquiera de nosotros ha experimentado en una plaza sin sombra en un mediodía estival lo traspasa Schulz como un demiurgo a sus páginas que, literalmente, también encandilan con una secuencia maciza y rítmica de adjetivos pertinentes y acumulativos.
Este libro es una traducción -francamente muy bien lograda- de la version homónima inglesa y superior, sin duda, a la en general correcta que proporcionó editorial Siruela de laObra Completa de Schulz. Sin embargo, Daniel Barros Bordieu, el traductor, no sólo brinda una de las mejores versiones de Schulz al castellano, sino que revela una escritura de calidad poco usual por su impecable cadencia, uso con soltura de una sintaxis compleja y empleo sutil y ajustado de recursos tales como la ironía, la parodia, la prosopopeya y el símil. Es un festín; lástima que me queda poco.
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