Tuve regalos en mi infancia. Bastantes. Lo usual para cualquier niña de clase media. Pero de todos ellos hay uno solo que atravesó el tiempo envuelto en una bruma de melancolía y misterio. Lo curioso, en realidad, no es tanto el regalo como la escena. Todos los objetos de la infancia se convierten, con el paso de los años, en una escena -un espacio en la historia donde nos recordamos con ese juguete- y en esa escena estoy en Montevideo, en la casa de verano de mis abuelos paternos, a una edad de cinco años, alumbrada por el sol de la mañana, escuchando la canción de bañar la luna de María Elena Walsh y jugando con un teatro de sombras chinescas. Esa canción de María Elena Walsh tiene música oriental. No puedo confirmar que la banda de sonido haya sido tan perfecta, pero lo cierto es que el recuerdo siempre es cómodo y zorro y yo -sí- me recuerdo de este modo: jugando a las sombras chinescas con un fondo de música china, iluminada por un sol naciente en la República Oriental del Uruguay. Lo demás no lo recuerdo, pero lo sé. Sé que era 1980. Sé que ese verano estaba en Uruguay porque Montevideo era el único lugar seguro y viable donde podía encontrarme con mi padre, exiliado en España desde 1978. Y sé que ese regalo era el último eslabón de una estrategia larga y desesperada por acortar distancias. Mi padre estaba preocupado por encontrar una forma de entenderse conmigo desde el exilio y buscó esa manera al modo de un militante trotskista: estudiando el objetivo a fondo. Empezó a concurrir solo, en Madrid, a obras de teatro infantiles. Se perfeccionó en el arte de elegir regalos (los regalos, al fin y al cabo, son también una forma de lenguaje: una manera de decir aquí estoy, esto soy, así quiero). Y aprendió a contar cuentos con un libro llamado Cuentacuentos, una suerte de manual que desarrollaba los fundamentos necesarios para improvisar historias para niños. "Un día -me escribió mi padre hace un par de años- un compañero de militancia me encontró en un teatro donde se representaba una obra de sombras chinescas. Él iba con sus hijos y yo estaba solo. Traté de explicarle que yo iba a buscar información para comunicarme con mi hija. Tiempo después, en Montevideo, intenté reproducir con más voluntad que éxito lo que que había visto allí". Mi padre -ahora lo sé-, además de voluntad tuvo éxito. Porque con ese teatro de sombras chinescas me ayudó a armar un relato sobre la ausencia. Me explicó, a su manera, que aquello que no se ve también existe. Y que ayudado por la luz -sólo ayudado por la luz- puede ganar volumen, peso, un lugar definitivo en el mundo. |
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Sombras chinescas por Josefina Licitra Diario El Mercurio,2/8/11
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