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¿Qué entra en la prueba?‏


La educación porque sí…
por Leonardo Sanhueza
Diario Las Últimas Noticias, martes 12 de noviembre de 2013

Desde su descalabro,
la carrera de perito criminalístico
quedó convertida en una especie
de metáfora en que se conjugan 
casi todas las averías de la educación superior.

No era sólo una extravagante chapuza intelectual,
sino que expresaba también una crisis estudiantil.

El solo hecho de que hubiera interesados
en estudiar una carrera tan inverosímil como ésa
era ya una alerta acerca del despelote vocacional
y la nebulosa de expectativas en que los estudiantes
habían comenzado a desenvolverse dando palos de ciego.

De ahí en adelante, 
una vez borrada la frontera educativa
entre realidad y ficción, 
¿quién habría cuestionado
que las universidades abrieran la carrera
de hada madrina o la de príncipe azul?

Siempre ha habido problemas de ese tipo, claro,
pero antes se reducían, por ejemplo,
a la difusa idea de estudiar "una ingeniería",
sin siquiera intuir el abismo que puede haber
entre una especialidad y otra.

O esa gente que quería estudiar "computación"
-así, a secas-, bajo la enternecedora convicción
de que era "una carrera con futuro".

En el fondo, 
la mayoría vislumbraba apenas
la silueta borrosa de su porvenir,
pero por lo menos veía algo.

La explosiva ampliación
de vacantes en la educación superior
pudo tener muchos lados buenos,
pero su esencia propagandística
-justamente una promesa de "superioridad"-
fue algo muy canalla.

Se llenaron salas y salas de chicos
que no sólo no saben ni amarrarse los zapatos,
sino que además no logran entender
su condición de universitarios 
y simplemente exigen su cartón
como si fuera parte 
de una transacción comercial.

Se trata de falsas universidades
que imparten falsas carreras 
a falsos estudiantes.

Los cesantes 
que salgan de ese juego vicioso
ni siquiera podrán darse el lujo 
de llamarse cesantes ilustrados.

Para muchos, la educación superior
es un mero dispositivo de inserción
en el mercado laboral.

Incluso ahora se habla de la rentabilidad
de tal o cual carrera: cuántos años
me demoro en recuperar la inversión.

Recuerdo que el físico Igor Saavedra,
en mi primer año de universidad,
ante una clásica pregunta idiota
("profesor, ¿qué entra en la prueba?"),
respondió: "Pensar".

Con ese aire académico en la sala,
¿qué habría pasado si un estudiante
se hubiera sentido impulsado 
a calcular cuánta plata iba a ganar
al cabo de seis o siete años?

Habría quedado 
como un payaso lobotomizado,
un ridículo monigote del dinero.

La vida universitaria
tiene también un objetivo inmaterial,
aunque eso a la mayoría de los estudiantes
buscadores de rentabilidad les importe un cuesco.

Ahora veo que aquello que el profesor Saavedra
denominaba "pensar" le da un sentido alternativo
a la expresión "educación gratuita":
la educación porque sí, la educación sin bolsillos.

Cuando los estudiantes 
piden gratuidad,
a veces me hago esa ilusión:
que están pidiendo, también,
una educación que valga por sí misma,
sin necesidad de justificaciones contables
o garantías monetarias.

Pero todo indica que eso,
esa otra educación gratuita,
aunque hubo un tiempo
en que era posible y deseable,
ahora ha entrado de plano
en el ámbito de las utopías
y las ideas fantasmas.

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