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Hay otro camino

"A diferencia de ciudades vecinas, Puerto Varas ha logrado mantener una relativa coherencia en el tamaño y forma de sus edificios, protegiendo así su bien más preciado, que es la atmósfera de ciudad lacustre, amable y ordenada, orgullosa de su propia historia (...) Sin embargo, ya se advierten aquí también los efectos de las normas nacionales de urbanismo y construcción..."
Sebastián GrayUn congreso nacional del venerable Colegio de Arquitectos me lleva hasta Puerto Varas, donde los anfitriones nos pasean por las calles de la ciudad mostrándonos los numerosos edificios y paisajes urbanos patrimoniales que subsisten codo a codo con una incipiente –a ratos incómoda– modernidad, surgida gracias al vertiginoso desarrollo de la industria del turismo. A diferencia de ciudades vecinas, Puerto Varas ha logrado mantener una relativa coherencia en el tamaño y forma de sus edificios, protegiendo así su bien más preciado, que es la atmósfera de ciudad lacustre, amable y ordenada, orgullosa de su propia historia. Por todas partes se encuentran antiguos edificios de madera, algunos perfectamente conservados, y tiene uno la sensación de que será cada vez más improbable que desaparezcan por la codicia o la irresponsabilidad administrativa. Puerto Varas es un tesoro.
Sin embargo, ya se advierten aquí también los efectos de las normas nacionales de urbanismo y construcción, inadecuadas para lugares delicados como este, que sumadas a la incompetencia de las autoridades locales para hacer cumplir el espíritu de la ley, promoviendo la buena arquitectura y el buen urbanismo, son la receta para el desastre. Han aparecido edificios enormes disfrazados de arquitectura vernácula, pero sin disimular las presiones inmobiliarias por la máxima rentabilidad a como dé lugar. Son hoteles, edificios de vivienda y de oficina a los que les sobra un par de pisos, les sobra ancho y largo, y sobresalen en el paisaje como convidados de piedra. El caso más dramático es el nuevo mall, un imbunche embutido a la fuerza entre las manzanas del centro, y que ha malogrado para siempre la histórica relación paisajista y de vistas que existía entre la iglesia parroquial y la ciudad a sus pies. Ya no más. Son los mismos empresarios del mall de Castro, eso sí.

Me invitan a aventurarme por los caminos que bordean el lago Llanquihue, en un día de primavera exuberante, enmarcado por la cordillera y sus monumentales volcanes blancos contra un cielo de azul abismal. Hay paisajes extraordinarios, pienso, y luego este. Esos campos y poblados guardan un centenario orgullo que emociona: ahí están intactas innumerables casonas de colonos, de bellísima arquitectura noreuropea en madera, con sus jardines de cipreses, camelias y rododendros en flor, con sus enormes graneros grises, sus corrales y lecherías; un paisaje domesticado por generaciones y conservado para el goce propio y el ajeno, donde la máxima productividad y la tecnología moderna no han exigido sacrificios inútiles de orgullo, identidad, historia o simple belleza. Con las penurias del mall de Puerto Varas resonándome, este paisaje me recuerda que vivimos en un país espléndido, cuya gloria futura depende de cómo valoramos hoy nuestros bienes comunes, generosos pero siempre vulnerables, y qué haremos con ellos.

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