Diario de Lectura
Alarmas
por Roberto Merino
Diario El Mercurio, Revista de Libros
Domingo 3 de Noviembre de 2013
Siempre me han aparecido injustificadas
las alarmas que cíclicamente se activan
ante el empobrecimiento del lenguaje,
fenómeno que se evidenciaría
sobre todo en el habla de los jóvenes.
Vengo escuchando advertencias
y admoniciones de este tipo
desde que era niño,
a veces acompañadas
de estadísticas severas
que demuestran que en Chile
usamos muchas menos palabras
que en sociedades mejores,
más cultas, más justas
o directamente más macanudas.
En Chile (según este entendido,
un país tan por debajo
de la riqueza verbal mínima deseable)
se han producido desde hace décadas
las renovaciones de la poesía en castellano
y hasta donde yo sé la comunicación
funciona todos los días en niveles tan normales
como lo de cualquier otro lugar del mundo.
La verdad es que las taras del lenguaje
solo parece darse en casos individuales.
Nunca he sabido, por ejemplo,
de sociedades afásicas.
En la literatura,
el criterio de la riqueza del idioma
no corre para nada,
al menos en sus aspectos cuantitativos.
Que tal autor use muchas palabras
podría ser incluso un punto en contra,
un despropósito.
La "palabra justa", ese utópico deseo
de perfección realista, implica bloquear
cualquier tendencia al engolosinamiento
con los adjetivos y los sinónimos.
En otro frente,
Borges confiesa en alguna parte
haber dado un paso significativo
al abandonar su barroquismo inicial
en beneficio de una prosa
más económica o directa.
Un amigo
al que participé de estas observaciones
me comentó lo siguiente:
que estaba claro
que la pobreza de vocablos
es un signo
de que el castellano chileno
está pasando
de una etapa analítica
a una sintética,
y que es un gran logro
haber llegado a utilizar
la palabra "huevada"
para designar objetos,
conceptos, intenciones,
procesos, comunidades,
lugares geográficos,
recuerdos, sensaciones,
todo en el curso
de una misma conversación.
He pensado que cuando los jóvenes
se expresan con monosílabos y balbuceos
no significa que sean seres averbales,
sino que simplemente
no quieren hablar con nosotros.
Yo me recuerdo así, al menos,
cuando las oficiaba de adolescente:
a la defensiva ante ciertos
adultos preguntones,
refugiado en un mutismo
que podría haber sido entendido
como estulticia o debilidad de mollera.
No es distinto, en todo caso,
lo que hacía la niña Maisie,
uno de los personajes profundos
de Henry James.
Finalmente la última apreciación:
si el idioma soporta
los lugares comunes de la televisión,
las insistencias de la publicidad
y los eslóganes de las campañas políticas
(o sea lenguaje vacío, puras acciones, puros efectos),
quiere decir que nada le hace daño.
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