por Antonio Gil
Diario Las Últimas Noticias
Jueves 7 de Noviembre de 2013
Hoy, cuando nuestra pajarera política pareciera requerir de pasmosos debates televisivos como condición sine qua non, y mientras los candidatos presidenciales se nos meten en Facebook sin pedirle permiso a nadie o se nos aparecen en la radio con sus peroratas o como espectros de sonrisitas blanqueadas electrónicamente en parques y plazas, es hora de recordar a ese gran americano que fue el ecuatoriano José María Velasco Ibarra. Un titán que un buen día del pasado siglo dijo escuetamente: "Denme un balcón y seré presidente". Cosa que, por elección popular, ocurrió nada menos que en cinco ocasiones.
Conocía Velasco su inmensa capacidad oratoria, sin duda, pero lo que básicamente conocía era a su pueblo y sus necesidades, así como la forma de remediarlas y comunicarse con su gente de un modo certero y sencillo. Plazas públicas de pequeñas aldeas eran suficientes para que su mensaje corriera de boca en boca y fuera reproducido parcialmente por la prensa, en sus puntos medulares, llevando así a este hombre irrepetible a la primera magistratura de su país una y otra vez.
Está claro que los tiempos han cambiado, que la gente ha cambiado, que los políticos han cambiado y que un balcón en un pequeño pueblito de la sierra andina -como podrían ser San José de Maipo o Andacollo, por decir algo- ya no resulta suficiente para políticos que han trocado sus discursos vacíos, pedestres, por la insistencia majadera de sus exposiciones en medios de masas, tal como lo hacen las sopas en polvo o los jabones.
Ya no hay políticos como Velasco, que se asomaban a la ventana y con sólo un discurso podía convencer al más recalcitrante de los indecisos. Los ecuatorianos siempre admiraron y respetaron su manera pobre de vivir, sus modos austeros y carismáticos. De origen conservador católico, pensaba que sólo la pobreza le permitiría comprender al pueblo y sus dolores, condición cercana a la miseria en que habitó toda su vida, lo que, según se dice, nunca le impidió vestir siempre con impecable elegancia su porte quijotesco.
¿Qué recalentado candidato chileno de hoy ganaría un mísero voto huacho discurseando desde una ventana de Paine o San Vicente de Tagua Tagua? Son otros tiempos, sí, pero mucho peores en contenido y elocuencia de los que se vivieron en las campañas presidenciales de Alessandri Palma, Ibáñez o el corajudo Cura de Catapilco, vestido de huaso y montado a caballo, tan mentado y comparado siempre con otros como poco conocido en su capacidad de despertar el fervor de sus audiencias. La jaula política actual exige y exige cámaras, micrófonos, retoques, cuchufletas. La gente oye esos mamarrachos como quien escucha llover. No hay una épica en sus verbos atolondrados, no hay ese vibrato de certidumbres que hizo de la política y de las campañas momentos memorables y heroicos. Es triste la opacidad que nos ha caído en suerte vivir, y añoramos a esos candidatos que, erguidos en un balcón, le hablaban al pueblo cara a cara, acerca de aquello que el pueblo, esperanzado, de verdad quería oír.
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