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Más afuera (La búsqueda de un escritor en la isla Alejandro Selkirk)


Más allá de la isla Robinson Crusoe, en el archipiélago Juan Fernández, está la poco conocida isla Masafuera o Alejandro Selkirk. Aquí llegó el escritor estadounidense Jonathan Franzen buscando soledad y aislamiento, y un sitio para esparcir las cenizas de su amigo, el escritor David Foster Wallace. Éste es un extracto exclusivo del texto en que aborda esa visita y que da nombre a su último libro(*).   
POR Jonathan Franzen. Diario El Mercurio, Revista del Domingo, domingo 8 de septiembre de 2013http://diario.elmercurio.com/2013/09/08/revista_del_domingo/revista_del_domingo/noticias/58B989CF-D857-42A5-8ADE-A026428E646D.htm?id={58B989CF-D857-42A5-8ADE-A026428E646D}En el Pacífico Sur, a ochocientos kilómetros de la franja costera central de Chile, hay una isla volcánica de imponente verticalidad, con once kilómetros de longitud y seis de anchura, poblada por millones de aves marinas y miles de osos marinos, pero desprovista de humanos, salvo en los meses más cálidos, cuando algunos pescadores salen a la captura de la langosta. Para llegar a la isla, cuyo nombre oficial es Alejandro Selkirk, primero hay que ir de Santiago a otra isla situada a ciento sesenta kilómetros al este en un avión de ocho plazas que realiza dos vuelos semanales. Después, desde el aeródromo, hay que viajar en una pequeña embarcación abierta hasta la única aldea del archipiélago, esperar allí a que te lleve una de las lanchas que de vez en cuando efectúan la travesía de doce horas, y luego, a menudo, esperar aún más, a veces varios días, unas condiciones meteorológicas propicias para desembarcar en la costa rocosa de la isla. En los años sesenta, los funcionarios chilenos responsables del turismo le pusieron a la isla ese nombre por el marino escocés Alexander Selkirk, cuya vida solitaria en el archipiélago sirvió probablemente de inspiración a Daniel Defoe para su novela Robinson Crusoe. Pero los lugareños todavía utilizan su nombre original, Masafuera: más afuera, muy lejos.A finales del otoño pasado sentí la necesidad de ir muy lejos. Llevaba cuatro meses centrado en la promoción ininterrumpida de una novela, pasando de un punto a otro de mi agenda sin voluntad alguna, sintiéndome cada vez más como el rombo gráfico en la barra de progreso de un reproductor audiovisual. Partes considerables de mi historia personal se morían desde dentro a fuerza de hablar de ellas. Y cada mañana las mismas dosis aceleradoras de nicotina y cafeína; cada tarde el mismo ataque a los mensajes acumulados en mi correo electrónico; cada noche las mismas copas, esa inyección de placer para adormecer el cerebro. En un momento dado, después de leer sobre Masafuera, empecé a imaginar que huía y me quedaba, como Selkirk, solo en aquella isla donde no vivía nadie ni siquiera a temporadas.También pensé que sería una buena idea, mientras estuviera allí, releer el libro considerado la primera novela inglesa. Robinson Crusoefue el primer gran documento del individualismo radical, el relato de la supervivencia psíquica y práctica de una persona corriente en un profundo aislamiento. La empresa novelística relacionada con el individualismo -la búsqueda del significado en la narrativa realista- pasó a convertirse en la forma literaria dominante de la cultura en los siguientes tres siglos. La voz de Crusoe resuena en Jane Eyre, el Hombre Subterráneo, el Hombre Invisible y el Roquentin de Sartre. En otro tiempo, esos relatos me habían entusiasmado, y en la propia palabra "novela", con su promesa de "novedad", perduraba un recuerdo de experiencias más juveniles tan absorbentes, que podía permanecer sentado en silencio durante horas y no acordarme siquiera del aburrimiento. Ian Watt, en su clásico The Rise of the Novel, estableció la correlación entre el florecimiento de la producción novelística en el siglo XVIII y la creciente demanda de entretenimiento por parte de mujeres que se habían visto liberadas de las tradicionales tareas domésticas y disponían de demasiado tiempo libre en casa. En un sentido muy directo, según Watt, la novela inglesa había surgido de las cenizas del aburrimiento. Y aburrimiento era lo que yo padecía en ese momento. Cuanto más busca uno distracciones, menos eficaz es cualquier distracción concreta, y por eso al final elevé la dosis en varios grados hasta que, sin darme cuenta, acabé consultando mi e-mail cada diez minutos, mis porciones de tabaco de mascar fueron en aumento, mis dos copas nocturnas se agravaron hasta convertirse en cuatro y alcancé tal dominio del solitario por ordenador, que mi objetivo ya no era ganar una partida, sino dos o más consecutivas, una especie de metasolitario cuya fascinación no consistía en jugar a las cartas, sino en explorar las rachas de victorias y derrotas. Mi racha ganadora más larga hasta el momento era de ocho.
Me puse de acuerdo con unos botánicos aventureros para que me llevaran a Masafuera en una pequeña embarcación alquilada por ellos. Luego me concedí una pequeña orgía de consumismo en REI, donde la aventura crusoiana mora en los pasillos de equipos de supervivencia de peso ultraligero y, quizá especialmente, en ciertos símbolos de la "civilización en la naturaleza", como la copa de martini de acero inoxidable con pie extraíble. Además de una mochila, una tienda de campaña y una navaja nuevas, me proveí de ciertos artículos especializados de última generación, tales como un plato de plástico con borde de silicona que podía convertirse en cuenco, comprimidos de ácido ascórbico para neutralizar el sabor del agua esterilizada con yodo, una toalla de microfibra que se guardaba en una bolsa diminuta, frijoles liofilizados ecológicos y un tenedor-cuchara indestructible. También hice acopio de frutos secos, atún y barritas de proteínas, porque me habían dicho que, si el tiempo se complicaba, podía quedarme aislado ilimitadamente en Masafuera.


El día antes de partir hacia Santiago visité a mi amiga Karen, la viuda del escritor David Foster Wallace. Cuando me disponía a marcharme de su casa, sin venir a cuento me preguntó si quería llevarme parte de las cenizas de David y esparcirlas en Masafuera. Acepté, y ella encontró una antigua caja de cerillas de madera, un pequeño libro con un cajón deslizante, y metió unas pocas cenizas, diciendo que le gustaba la idea de que parte de David fuera a reposar en una isla remota y deshabitada. Sólo más tarde, cuando ya me había ido de su casa, caí en la cuenta de que me había dado las cenizas tanto por mí como por ella o por David. Sabía, porque yo se lo había explicado, que mi actual estado de huida de mí mismo había empezado poco después de la muerte de David, dos años antes. En aquel momento había tomado la decisión de no afrontar el horrible suicidio de alguien a quien quería mucho y, en cambio, refugiarme en la rabia y el trabajo. Sin embargo, ahora que el trabajo había concluido, era difícil pasar por alto la circunstancia de que, posiblemente, en una interpretación de su suicidio, David había muerto de aburrimiento y por desesperación ante sus futuras novelas. El elemento de desesperación presente en mi reciente aburrimiento ¿podía guardar relación con el hecho de que había incumplido una promesa hecha a mí mismo? ¿La promesa de que, después de acabar mi libro, me permitiría sentir algo más que un dolor fugaz y una rabia duradera por la muerte de David?
Así las cosas, la última mañana de enero llegué en medio de una espesa bruma al lugar de Masafuera llamado La Cuchara, a unos novecientos metros sobre el nivel del mar. Llevaba un cuaderno, prismáticos, un ejemplar en rústica de Robinson Crusoe, la cajita con los restos de David, una mochila repleta de equipo de campaña, un mapa ridículamente insuficiente de la isla, y nada de alcohol, tabaco o computador. Dejando de lado que, en lugar de subir hasta allí por mi cuenta, había seguido a un joven guardabosques y una mula que acarreaba mi mochila, y que además me había aprovisionado, a instancias de varias personas, de un aparato de radio emisor-receptor, un GPS de diez años de antigüedad, un teléfono vía satélite y varias pilas de repuesto, estaba totalmente aislado y solo.
 (*) El último viaje de franzen
Tras su travesía a Alejandro Selkirk, Jonathan Franzen (uno de los grandes nombres de la literatura estadounidense actual) escribió un largo ensayo en la revista New Yorker, donde relató el viaje, sus motivaciones y resultados. Ese texto es parte de Más Afuera, libro que recopila artículos y ensayos de Franzen, incluyendo su viaje a Chile.

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