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Los deslindes sucesivos...‏



Distancias
por Roberto Merino
Diario El Mercurio, Revista de Libros, domingo 1 de septiembre de 2013

La poesía es esencialmente un fenómeno huidizo 
y quizás sea su resistencia a la reducción conceptual 
lo que mantiene la posibilidad de su renovación permanente. 

Renovación en el sentido que le dio Pound: "News that remain new". 

En relación a la poesía podemos hacer análisis formales, 
develar estructuras ideológicas, establecer patrones rítmicos, 
detectar repertorios retóricos; en fin, podemos llevar adelante 
cualquier iniciativa y siempre estaremos manejando factores, parcialidades. 

Lo definitorio parece ser el espejismo proyectado 
por la misteriosa confluencia de tales factores: 
ese "algo más", esa cuestión inefable.

No es extraño en este entendido 
que la casi totalidad de los intentos explicativos 
que se han hecho sobre la poesía, 
fuera de los círculos cientificistas, 
comiencen o terminen en metáforas. 

La voz de la naturaleza, los flujos superpuestos, 
la dinámica de los sueños, la música, 
todas esas proposiciones sirven 
para hacernos una idea del asunto, 
lo que no quita que de esta manera 
estemos descifrando una cosa 
con la imagen de otra 
(yo mismo acabo de usar la imagen del espejismo). 

No es extraño tampoco, por lo mismo, 
que la más nítida aproximación a la epifanía 
sea, en el caso de Joyce, otra epifanía: 
la luz de una brasa antes de apagarse.

Seamus Heaney, que acaba de morir, 
fue, al margen de la efectividad de su obra poética, 
un ensayista muy profundo 
en la medida de su objetividad fenomenológica, 
y siempre se mostró atento al modo en que el mundo 
es generado por quienes lo perciben. 

Dos fragmentos biográficos, 
dos escenas rememoradas 
por Heaney en respectivos ensayos, 
sirven para entender de manera aproximativa 
la experiencia poética. 

La primera escena está 
en el discurso con que el poeta 
recibió el Premio Nobel de Literatura 
y tiene que ver con el despertar 
de la conciencia a dos hechos 
que nos constituyen: 
la intimidad y la distancia. 

A través del paradigma de la palabra Estocolmo, 
Heaney retrocede al arbitrio de la memoria 
hasta un momento inicial e iniciático de su vida infantil 
en el campo irlandés: aquel en que ya acostado 
en su pieza escuchaba a través de las paredes, 
antes de dormirse, la conversación de los adultos 
y, más allá, la radio que traía voces y acentos de muy lejos, 
y esos chisporroteos de la onda corta 
que parecían venir del corazón de la noche.

La segunda escena es probablemente posterior 
y se registra en uno de los ensayos 
del libro Al buen entendedor . 

En ella aparece el niño que 
-asomado al campo extendido 
más allá de un muro divisorio- 
comprende quizás 
de un modo sordo, primitivo, 
que su existencia está hecha de zonas, 
de límites, de deslindes sucesivos.

En ambos casos, 
la experiencia sintetiza en un solo movimiento 
las categorías del adentro y el afuera, 
de lo propio y lo ajeno, 
de lo inmediato y lo distante, 
de lo conocido y de lo ignorado.

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