ngo 08 de septiembre de 2013
"Perdonar no significa negar el pasado, sino más bien no dejarse aprisionar por él..."
En estos días cunden las peticiones de perdón, desde parlamentarios hasta, a su modo, la Corte Suprema. Ellas hablan bien de sus autores y se vinculan con un hecho elemental: solo los seres humanos somos capaces de decir: "Lamento haberlo hecho, me gustaría haber actuado de otro modo".
Falta, sin embargo, hacerse unas preguntas complementarias: ¿qué significa perdonar?, y ¿por qué resulta tan difícil hacerlo?
Los obstáculos para el perdón son variados. Parece como si al perdonar se relativizaran los hechos, que en ocasiones son muy graves. Otras veces se piensa que el ofensor no está suficientemente arrepentido y no es digno de indulgencia. O que mientras no se sepa hasta el último detalle de lo que hizo, resulta imposible pensar en disculparlo. Todas estas razones son falsas.
Perdonar no significa negar el pasado, sino más bien no dejarse aprisionar por él. Implica cambiar la propia actitud para con el ofensor, aunque este siga siendo el mismo o no capte las dimensiones totales del daño que ha causado. El perdón no es algo que gana quien hizo un mal y se arrepiente, sino un regalo que se entrega de manera libre y gratuita. En un primer paso supone renunciar a la venganza, pero de ahí en adelante se abre un horizonte amplísimo, que lleva a querer lo mejor para el otro e incluso a hacerle el bien.
Un caso notable de esta actitud de grandeza fue el de Benjamín Teplizky (z.l.). Había estado en Dawson, Tres Álamos y el exilio. Fueron años muy duros, acompañados por sufrimientos constantes, pero tuvo tiempo para pensar sobre nuestra historia nacional. Vuelto a Chile, decía que la Unidad Popular se explicaba por las fallas de los gobiernos anteriores y los abusos de las clases pudientes. Era un clamor de justicia ante una situación que no daba para más. A su vez, el régimen militar había sido una reacción a los numerosos errores y al mesianismo revolucionario de la UP. Si continuábamos en ese proceso, decía, jamás iba a terminar la cadena de agravios. Por eso, él había decidido no seguir con esa lógica y cambiar el modo de enfrentar el problema. Quería dejar una herencia diferente a las nuevas generaciones y prefirió no desquitarse. Ese viejo radical, masón y judío había elegido el perdón.
Esta actitud no excluye la posibilidad de tomar ciertos resguardos para evitar daños futuros. Uno puede perdonar a una persona indiscreta, pero se cuidará de volver a confiarle la propia intimidad.
Existen importantes diferencias entre el perdón entendido como conducta individual y como práctica política. En el primer caso, solo puede perdonar el ofendido, y únicamente el ofensor puede pedir perdón. Resulta absurdo, por ejemplo, que el nieto de un tirano pida perdón por los crímenes que cometió su abuelo cuando ni siquiera había nacido. No se pide el perdón individual por hechos que no dependen de la propia voluntad.
En su dimensión política, en cambio, el perdón se rige por reglas distintas, porque un jefe de Estado o el líder de una determinada comunidad pueden pedir perdón a nombre de ella. Así lo hicieron, por diversas razones, el Presidente Aylwin, el general Cheyre, Juan Pablo II o, en estos días, el Presidente alemán en una visita a Francia.
Además de pedir perdón por hechos del pasado, la autoridad puede tomar diversas medidas que apuntan a la clemencia o a la reparación. Ellas van desde las amnistías hasta las compensaciones a las víctimas de determinadas injusticias. De este modo, la autoridad puede ejercitar el perdón mediante las leyes, aunque como persona no haya sido la víctima de esas injusticias. Así cumple con su deber de mantener a los ciudadanos en paz.
De todas formas, cuando la persona constituida en autoridad tiene un prestigio especial porque ella misma ha sufrido la injusticia, su intención de pacificar puede ser mejor comprendida. Un caso muy particular fue el de Nelson Mandela, cuyos 27 años en la cárcel le dieron una legitimidad muy especial para poner en marcha audaces políticas de reconciliación en Sudáfrica. Entre nosotros, Michelle Bachelet, por su historia personal y su carisma, pudo haber hecho algo semejante, pero perdió la oportunidad. Se limitó a administrar el país, sin atreverse a curarlo.
Ciertamente, el perdón no puede ser exigido a nadie, pero es un signo de grandeza, y produce en quien lo entrega un enorme crecimiento personal. Lleva, como dice Hannah Arendt, a "liberarse de la venganza", a desprenderse del odio, el rencor y el resentimiento, que son pasiones que encadenan al espíritu humano y le impiden volar con libertad.
Con todo, lo más arduo no es pedir perdón o perdonar al ofensor. En ciertas ocasiones, lo más difícil es perdonarse a sí mismo. Una de las consecuencias más horribles de la tortura (en Chile como en otros países) consiste en que no todas sus víctimas son héroes como Mandela. No todo el mundo resiste la electricidad o las vejaciones. Algunos, humanos como son, terminan hablando. Dan nombres e informaciones que llevarán a que dentro de unas horas, un amigo o un compañero de lucha terminarán en el mismo calabozo sufriendo penalidades semejantes. No me refiero a los que se transforman en colaboradores de sus verdugos, sino a los que no pudieron resistir los apremios. Ellos nunca se perdonan por haber sido simplemente humanos.
Falta, sin embargo, hacerse unas preguntas complementarias: ¿qué significa perdonar?, y ¿por qué resulta tan difícil hacerlo?
Los obstáculos para el perdón son variados. Parece como si al perdonar se relativizaran los hechos, que en ocasiones son muy graves. Otras veces se piensa que el ofensor no está suficientemente arrepentido y no es digno de indulgencia. O que mientras no se sepa hasta el último detalle de lo que hizo, resulta imposible pensar en disculparlo. Todas estas razones son falsas.
Perdonar no significa negar el pasado, sino más bien no dejarse aprisionar por él. Implica cambiar la propia actitud para con el ofensor, aunque este siga siendo el mismo o no capte las dimensiones totales del daño que ha causado. El perdón no es algo que gana quien hizo un mal y se arrepiente, sino un regalo que se entrega de manera libre y gratuita. En un primer paso supone renunciar a la venganza, pero de ahí en adelante se abre un horizonte amplísimo, que lleva a querer lo mejor para el otro e incluso a hacerle el bien.
Un caso notable de esta actitud de grandeza fue el de Benjamín Teplizky (z.l.). Había estado en Dawson, Tres Álamos y el exilio. Fueron años muy duros, acompañados por sufrimientos constantes, pero tuvo tiempo para pensar sobre nuestra historia nacional. Vuelto a Chile, decía que la Unidad Popular se explicaba por las fallas de los gobiernos anteriores y los abusos de las clases pudientes. Era un clamor de justicia ante una situación que no daba para más. A su vez, el régimen militar había sido una reacción a los numerosos errores y al mesianismo revolucionario de la UP. Si continuábamos en ese proceso, decía, jamás iba a terminar la cadena de agravios. Por eso, él había decidido no seguir con esa lógica y cambiar el modo de enfrentar el problema. Quería dejar una herencia diferente a las nuevas generaciones y prefirió no desquitarse. Ese viejo radical, masón y judío había elegido el perdón.
Esta actitud no excluye la posibilidad de tomar ciertos resguardos para evitar daños futuros. Uno puede perdonar a una persona indiscreta, pero se cuidará de volver a confiarle la propia intimidad.
Existen importantes diferencias entre el perdón entendido como conducta individual y como práctica política. En el primer caso, solo puede perdonar el ofendido, y únicamente el ofensor puede pedir perdón. Resulta absurdo, por ejemplo, que el nieto de un tirano pida perdón por los crímenes que cometió su abuelo cuando ni siquiera había nacido. No se pide el perdón individual por hechos que no dependen de la propia voluntad.
En su dimensión política, en cambio, el perdón se rige por reglas distintas, porque un jefe de Estado o el líder de una determinada comunidad pueden pedir perdón a nombre de ella. Así lo hicieron, por diversas razones, el Presidente Aylwin, el general Cheyre, Juan Pablo II o, en estos días, el Presidente alemán en una visita a Francia.
Además de pedir perdón por hechos del pasado, la autoridad puede tomar diversas medidas que apuntan a la clemencia o a la reparación. Ellas van desde las amnistías hasta las compensaciones a las víctimas de determinadas injusticias. De este modo, la autoridad puede ejercitar el perdón mediante las leyes, aunque como persona no haya sido la víctima de esas injusticias. Así cumple con su deber de mantener a los ciudadanos en paz.
De todas formas, cuando la persona constituida en autoridad tiene un prestigio especial porque ella misma ha sufrido la injusticia, su intención de pacificar puede ser mejor comprendida. Un caso muy particular fue el de Nelson Mandela, cuyos 27 años en la cárcel le dieron una legitimidad muy especial para poner en marcha audaces políticas de reconciliación en Sudáfrica. Entre nosotros, Michelle Bachelet, por su historia personal y su carisma, pudo haber hecho algo semejante, pero perdió la oportunidad. Se limitó a administrar el país, sin atreverse a curarlo.
Ciertamente, el perdón no puede ser exigido a nadie, pero es un signo de grandeza, y produce en quien lo entrega un enorme crecimiento personal. Lleva, como dice Hannah Arendt, a "liberarse de la venganza", a desprenderse del odio, el rencor y el resentimiento, que son pasiones que encadenan al espíritu humano y le impiden volar con libertad.
Con todo, lo más arduo no es pedir perdón o perdonar al ofensor. En ciertas ocasiones, lo más difícil es perdonarse a sí mismo. Una de las consecuencias más horribles de la tortura (en Chile como en otros países) consiste en que no todas sus víctimas son héroes como Mandela. No todo el mundo resiste la electricidad o las vejaciones. Algunos, humanos como son, terminan hablando. Dan nombres e informaciones que llevarán a que dentro de unas horas, un amigo o un compañero de lucha terminarán en el mismo calabozo sufriendo penalidades semejantes. No me refiero a los que se transforman en colaboradores de sus verdugos, sino a los que no pudieron resistir los apremios. Ellos nunca se perdonan por haber sido simplemente humanos.
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