¿Qué lleva a dos jóvenes a engañar a ancianos enfermos terminales y dejarlos sin remedios para sus agonías? Un extraño y laberíntico caso policial dejó al descubierto el submundo de la adicción de la morfina en Chile y las redes de apoyo que los enfermos encuentran en el sistema de salud público.
Por Rodrigo Fluxá N. Fotos Sergio López Ramiro Escobar Salas, 57 años, chofer de radiotaxi, falleció en su casa de Puente Alto, cerca de las 10 de la mañana del miércoles 3 de agosto. Su muerte abrió una serie de intrigas, pero cerró un largo camino de agonía: en febrero le habían diagnosticado un cáncer gástrico, con metástasis en la columna, que lo postró al poco tiempo, y que ahogó a su familia económicamente. Su mujer, Consolación, lo sometió a un tratamiento privado en la Fundación Arturo López Pérez, esperando un milagro que, entre exámenes, radiación y remedios, costó cinco millones de pesos y que jamás llegó.
Angustiada, ingresó a la red de cuidados paliativos del Sótero del Río, dónde conoció a más gente en su situación: endeudada, sin recursos y esperando un desenlace inevitable. Ahí recibía mensualmente dosis de morfina para que su marido pudiera soportar los dolores de su enfermedad. La primera vez que fue a retirarlas a la enfermería del lugar, recuerda, le dijeron dos cosas:
-Para la próxima traiga una bolsa de basura para llevársela. Y por favor, no hable con nadie a la salida: hay mucha gente afuera que se la va a querer quitar.
Así, cada fin de mes, ella esperaba, entre extraños, que llamaran el nombre de su esposo a viva voz y, mirando para todos lados, se acercaba a la ventanilla a retirar las ampollas.
A las 8:20 de la mañana del 4 de agosto, veinte horas después que declararan muerto a su marido, a Consolación le sonó el teléfono:
-Somos de Oncología del Sótero. Supimos lo de don Ramiro. ¿Cómo está usted?
-Comprenderá que no muy bien.
-Lo sentimos mucho, pero se sabía que el diagnóstico no era bueno. Tiene que estar tranquilita no más. Nosotros queremos ayudarla.
-¿En qué sentido?
-Mire, va saliendo una ambulancia para allá a recoger todos los medicamentos que le sobraron a su marido, así usted no tiene que preocuparse de nada.
Consolación les pidió un poco de tiempo, media hora, para prepararse. Su hija la pilló, a pie pelado, en el patio, en pleno invierno, recolectando la morfina. Le preguntó por qué lo hacía. Ella le contó. Sorprendidas por lo veloz del trámite -ni siquiera ellas habían avisado al hospital del fallecimiento-, llamaron a la doctora jefe del Sótero. Algo no calzaba: ninguna ambulancia estaba autorizada para hacer ese trámite. La doctora llamó a Carabineros.
A las 9:30, con el velatorio de su marido en curso, la llamaron de nuevo. La misma mujer le dijo que ya estaba afuera. Consolación miró por la ventana. Su hija, que había visto la noticias la semana pasada, le dijo:
-Mamá, sígueles el juego.
Salió. La mujer le mostró un carné. Consolación no vio a Carabineros, sólo dos hombres detrás de la supuesta funcionaria.
-Pase. Tómese un café -la invitó.
-No, gracias. No quiero molestarla, sólo necesito los remedios.
Consolación entró de vuelta a su casa. Sufrió un ataque de nervios. ×
Cristián Cancino Escobar, 30 años.
-Nací y crecí en la población Las Faenas, de Peñalolén. Hasta los 18 años sólo había probado la marihuana. En la plaza de mi barrio siempre se juntaba un grupo de jóvenes más grandes, con jeringas y agujas. Quedé metido con saber qué se ponían. Hasta que un día me convidaron. Él que me dio había tenido un accidente grave en moto y ahí le pusieron morfina. Él mismo fue el que le convidó a la María de Los Ángeles después. Nos conocemos desde siempre, es como mi hermana. Al principio no era tan difícil conseguirla; comprábamos directo en el laboratorio Sanderson. O incluso por internet, poniendo vendo morfina en un buscador. El precio normal es de dos lucas la ampolla, barato en relación a otras drogas si lo pensai. Explicarle a alguien que no la ha probado cómo es, es puro perder el tiempo: la sensación no se compara con nada, es un placer único. Traté también con heroína, pero no era lo mismo: ahí uno se borra, no te acuerdas de lo que pasó después. La morfina es otra cosa. Yo a los cuatro días de haberla probado ya estaba agarrado. A las dos semanas, bien en el fondo, ya sabía que no podía salir. Los que estábamos agarrados ya nos empezamos a encontrar en todos lados; le comprábamos a la misma gente, íbamos a los mismos lugares. Cuando había harta, uno era generoso: le contaba al resto dónde conseguir, qué vieja vendía, qué paramédico tenía alguna mano. Cuando se pone escasa, cada cuál se rasca su espalda no más. Ningún adicto trafica, porque la necesitamos demasiado como para venderla. Yo me hice tratamientos de desintoxicación en varias partes; todos en el sistema público, porque si querís sanarte en serio tenís que pagar una clínica privada y eso te puede salir 800 lucas al mes. Estuve en hospitales de Valparaíso, en el Peral, pero no servía de nada, en el fondo uno iba porqué ahí te metían otras cosas mientras no había morfina: te ponían metadona, clonazepám, cualquier cosa que te calme la angustia. Y así andábamos: cuando conseguíamos harto, nos la metíamos toda: yo llegué a ponerme 27 ampollas diarias. Y cuando hay poca, uno empieza a hacer huevás.
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No hay estadísticas detalladas sobre la adicción a la morfina en Chile, ni a nivel de gobierno ni a nivel de privados. Los casos brotan aislados, en todo el país, en diversos centros, sin un protocolo único de tratamiento y ni un equipo de doctores que centren los esfuerzos en combatirla.
- No es un tema de urgencia para el modelo chileno de consumo. Es muy difícil rastrearlos en el sistema, no tienen visibilidad -dice María Elena Alvarado, directora del Senda, ex Conace-. Lo que sí hemos podido determinar es que el grupo más vulnerable se encuentra precisamente en profesionales que trabajan ligados a la salud. Ahí hay un tema.
Hace cinco años, la Sociedad de Anestesiología de Chile se dio cuenta del problema en el gremio y creó un comité para ayudar a los colegas con síntomas de adicción. Detectarlos ya era difícil: consumen los saldos de recetas, por lo que nunca generan desfases en los stock hospitalarios. Apenas se encuentra un caso, se le informa al empleador y se coordina un tratamiento de recuperación privado. Después, durante cinco años, se le toman exámenes durante el periodo de reinserción laboral.
Juan Pablo Acuña es miembro fundador del comité: lo hizo tras descubrir la adicción de un compañero directo de trabajo.
-Somos una especialidad muy expuesta por el acceso que tenemos a ese tipo de sustancia, pero ocurre igualmente en paramédicos, enfermeros y en doctores. En Estados Unidos es un problema más extendido y de hecho, por ley, hay Estados con centros especializados en morfinidad médica. Allá hay una discusión por la imagen que Doctor House ha hecho del problema; casi celebrándolo. Acá está empezando, pero sospechamos que hay más casos que los que nos llegan.
Un buen número de adictos, entre los que buscan tratamiento, caen en el sistema de salud pública por el alto costo de las internaciones en clínicas privadas. El Instituto Psiquiátrico recibe a un puñado de morfinómanos cada año.
-Son en general de un perfil cultural mayor, con redes de apoyo superiores a un adicto regular. Hubo bastantes casos entre pacientes que habían sufrido lesiones traumáticas, como fracturas de fémur, a quienes se les suministraba morfina y generaban adicción -dice Enrique Cansec, director del Psiquiátrico.
Apenas ingresado, y dependiendo de la gravedad del caso, hay tres vías para tratarlos: suministrarles grandes dosis de bloqueadores opiáceos para que, de inyectarse nuevamente, la morfina no les haga efecto en el sistema nervioso o, directamente, reemplazar la morfina con otro derivado del opio, como la metadona, para evitar desbalances. La tercera vía es brutal: superar la desintoxicación sin medicamentos.
Pese a tener un bajo índice de mortandad, el síndrome de abstinencia de la morfina es el más feroz para los adictos. Entre los síntomas se encuentran inquietud sicomotora, sensación de necesidad urgente, alucinaciones, pérdida de percepción, angustia flotante mantenida, pensamiento obsesivo, falta de control de impulso, desesperación, irritabilidad, perplejidad, inseguridad y, finalmente, intentos suicidas.
El psiquiatra Gianni Cánepa, de la clínica Nevería, ha tratado a tres pacientes el último año y ha lidiado con la abstinencia.
-Es terrible. La vía del dolor se queda sin neurotransmisores, así que es físicamente imposible que sientan alivio. Al cortar el suministro, se altera la sensación de bienestar del cerebro. Uno piensa en las películas como Trainspotting -dice, en una pieza blanca de la clínica-. Pero es peor.
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En 2009, según consta en los archivos del Sótero de Río, una mujer joven se ofreció para ayudar a Magaly Riquelme Riquelme, una anciana con cáncer gástrico, a cargar sus remedios del hospital a su casa. Se ganó su confianza hasta hacerse su apoderada para la recolección de la morfina. Un día la señora notó que todas sus ampollas tenían un agujero en el fondo: habían sido vaciadas con una jeringa. Falleció tiempo después.
Semanas más tarde dos mujeres, haciéndose pasar por personal hospitalario, llegaron a la casa de Victoria Araya Vallés con la orden de retirar toda la morfina por estar vencida. El hijo menor, de 16 años, la entregó sin hacer más preguntas. A Miriam Fuentes Escobar también la visitaron, pidiéndole lo mismo, aunque de forma más violenta, con insultos y gritos tras una negativa. Ambas murieron de cáncer a los pocos meses.
En 2010, dos individuos acusaron a la familia de Mario Lagos Osorio de estar cometiendo un delito grave por acumular la morfina del padre, recién fallecido. Se la entregaron a los desconocidos. A la familia de Natalia López Yáñez le llamó la atención que una de las dos mujeres que tocaron su timbre para retirar los medicamentos parecía, después de mirarla bien, un hombre. Los de Irene Carvajal Carvajal, a pesar de ver un logo de un auto fiscal, no entregaron la droga, incrédulos ante el par de supuestas funcionarias. Recuerdan, por sobre cualquier otra cosa, un enorme lunar de una de las sospechosas.
El 25 de julio sonó el timbre en la sencilla casa de calle Punta Arenas, de La Florida. Una joven, vestida formal, le preguntó a Manuel Mena Mena, 75 años, ex mayordomo de la Universidad de Chile, paciente del Sótero del Río, con cáncer a la próstata y a los huesos, cómo se había sentido y por qué había perdido su última consulta en cuidados paliativos. Don Manuel confió.
-Me dijo que había un problema, que una partida entera de morfina había salido defectuosa y necesitaba ser retirada, porque cuatro personas habían fallecido por el error. Yo me asusté mucho. Ella manejaba varios datos de mi hoja médica, como que me habían retirado la máquina para las escaras.
Don Manuel le entregó 110 ampollas de morfina y la acompañó, con mucha dificultad, apoyado en un bastón, hasta la puerta. Caminó, de hecho, media cuadra con ella por la calle, hasta que un vecino se acercó para preguntar qué es lo que pasaba. La joven salió corriendo. Varios testigos aseguran haber visto una ambulancia y a otros dos cómplices. Una hora después, alguien, que no dio su nombre, y que dijo ser del Sótero del Río, llamó por teléfono preguntando si habían hecho alguna denuncia a Carabineros. Cuando le dijeron que sí, cortó.
El engaño salió en todos los noticiarios. Lo bautizaron como la "Mafia de la morfina".
Don Manuel pasó una noche sin los remedios y hoy ,en el patio de su casa, con los días contados, con los ojos vidriosos, dice:
-Me cuesta pensar que haya gente tan mala.
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La farmacia del Sótero del Río la componen dos grandes salones dónde cada día, desde las siete de la mañana, se agolpan centenares de personas para recibir los medicamentos sin costo que incluyen sus tratamientos. A través de la ventanilla van llamando, uno a uno, a viva voz, a los pacientes, según el orden de atención. Para que uno pueda obtener morfina u otro opiáceo debe primero lograr que un médico de cuidados paliativos, tras certificar un cáncer, le haga una receta cheque firmada y con timbre de agua. Con ese documento en la mano, cualquiera, enfermo o no, sólo con carné, puede retirarla en una ventana especial que el hospital implementó tras las denuncias. En la práctica, no hace gran diferencia: está justo al lado de la del público regular y todos los que retiran los medicamentos por ahí necesariamente llevan morfina, lo que los hace aún más fácil de identificar entre la multitud.
-Nunca hemos tenido un problema en bodegas, el acceso es muy restringido, pero es imposible controlar lo que pasa con el medicamento una vez que es entregado, ya no es nuestra responsabilidad -dice Myriam Crespo, encargada de la farmacia-. Y acá llega todo tipo de gente, no se puede discriminar: hay pacientes esquizofrénicos, muchos haciendo crisis acá mismo, es un público bastante variado como para poder distinguir a los adictos.
Sólo el Sótero del Río compra 13 mil ampollas de morfina al mes a los laboratorios, a menos de 200 pesos cada una, aunque su valor en el mercado negro puede llegar hasta quince veces más. Cada hospital grande del país maneja cifras similares. En rigor, el Estado es el principal comprador: en farmacias casi no se encuentra, ya que su bajo precio y baja demanda, no la hace un negocio rentable.
Tras conocer los problemas, la dirección del hospital probó una serie de medidas para asegurarse que el medicamento se utilice en los enfermos. Primero se redujo la cantidad en las entregas: a nadie se le pasan más de 120 ampollas al mes. Antes, un solo paciente podía llevarse hasta 400, lo que generaba grandes saldos. Y a los con pronóstico terminal próximo, hoy se les pasa lo estrictamente necesario para pasar la semana.
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Cristián Cancino Escobar.
-No estábamos consiguiendo en ningún lugar. Llegué a hacer cosas muy tristes como pararme afuera de oncología para tratar de convencer a alguien. Después empezamos con las direcciones y fuimos a algunas casas, a cuatro. El resto lo hicieron los otros adictos, que nos copiarnos. Nunca nos vestimos de enfermeras ni anduvimos en ambulancia. Tampoco vendíamos, sólo estábamos desesperadas por conseguir más. La abstinencia es una cosa que no le deseo a nadie: me bajaba la presión, sentía que la columna se me partía, no podía caminar, como si tuviese vidrio molido en las piernas, me desmayaba, tenía una desesperación por dentro. No pensaba en nada, sólo en que se nos había acabado la morfina y no sabíamos de dónde conseguir más. Fuimos a la casa del señor en calle Punta Arenas, La Florida. El caballero me comentó algo de que no había podido ir a un control y me agarré de ahí para inventar toda una historia. Nunca le robamos a nadie, sólo nos hacíamos pasar por otra persona. Ahora me doy cuenta de lo malo que era, pero en ese estado no veíamos nada. Esa noche nos vimos en la tele. Sabíamos que nos andaban buscando los pacos, pero ni así pudimos parar. Queríamos sacar una última carga y de ahí irnos fuera de Santiago para que no nos encontraran. Nos enteramos que el marido de la señora que vendía completos se había muerto. A ella yo le había comprado ya tres veces antes; vendía cajas completas. La llamamos y nos dijo que fuéramos. Yo me quedé en el auto y María de los Ángeles bajó. No nos imaginamos que era una trampa.
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A las 9:30, los dos hombres que estaban atrás de la mujer, en la entrada de la casa de Consolación, con el velorio adentro, se lanzaron sobre ella. La identificaron como María de los Ángeles Cofré, 34 años. En la foto de la detención aparece un vistoso lunar en la cara. Segundos después, otro grupo de policías detuvo a un travesti que la esperaba en un radiotaxi. Era Cristián Cancino.
La detención fue tumultuosa: vecinos quisieron lincharlos en pleno pasaje, con la señora Consolación en medio de un ataque de nervios. Su hija salió furiosa para agredirlas. Las detenidas le gritaron:
-¿Para qué hacís show? Si le hemos comprado a tu mamá muchas veces. Mándale saludos a tu papito.
En la comisaría les revisaron la mochila que llevaban: había ahí una lista escrita a mano con los teléfonos y direcciones de los pacientes terminales del Sótero del Río. Ahí, con la abstinencia viva, declararon que tenían al menos tres contactos en el hospital, quienes les entregaban las informaciones sobre los pacientes: una paramédico fallecida, un auxiliar y un doctor. Hoy lo niegan. El equipo legal del Sótero, en un sumario , chequeó los datos interrogando a los mencionados y contrastando miles de recetas. No llegaron a ninguna conclusión.
Los celulares de las detenidas registraban, en las últimas 24 horas antes del procedimiento, una llamada a una servicio de ambulancia privado y al menos otras cinco al consultorio comunal Maffioletti, parte del la red del servicio de Salud Sur, que tiene en línea los datos de los pacientes. La gente a cargo del consultorio niega cualquier vínculo, más allá de que ambas figuren como pacientes del lugar.
La Fiscalía sur, a cargo del caso, pretende llegar precisamente a ese dato: quiénes trafican la información de los pacientes, supuestamente confidencial, y permiten el delito de las adictas. La defensoría levanta otra tesis: la existencia de una red de tráfico informal de morfina entre parientes de enfermos terminales, que, por los gastos de la enfermedad, se ven obligados a lucrar con los remedios que les entrega el Estado. Por lo mismo, aceptará la culpabilidad por microtráfico, lo que, en la práctica, los dejará libres después de la audiencia. Consolación sólo reconoce haber recibido un llamado previo de Cancino, una semana antes del velorio. Según ella, él le dijo:
-Vieja pava, vende todo lo que te queda.
Dice que no vendió y que sigue recibiendo amenazas de, lo que cree, son otros adictos.
Tras la detención, la casa de María de los Ángeles Cofré, quien venía intentando tratamientos de desintoxicación desde 2004, en el pasaje Ayax, La Florida, fue allanada: se encontraron más ampollas y jeringas. Hoy ahí vive su madre, a cargo de sus hijos. María de los Ángeles lleva tres meses en el Centro Penitenciario Femenino.
Cancino, que trabajaba en una peluquería, cayó en la cárcel de San Miguel, pero el primer día se descompensó y fue derivado de urgencia al hospital de Gendarmería. Ahí intentaron estabilizarlo con medicamentos. De vuelta en el penal, se negó a consumir más remedios e hizo lo imposible: pasar su desintoxicación sin fármacos, en una especie de redención autoimpuesta. De esa semana casi no tiene memoria: dos cicatrices en las muñecas, justo debajo de dónde solía inyectarse, le ayudan a recordar.
"Los adictos no traficamos morfina, porque la necesitamos demasiado como para venderla"
A ambos imputados el asunto les ha traído problemas familiares. Lo que hicieron es mal visto incluso por narcotraficantes comunes.
"Ahora nos damos cuenta de lo malo que hicimos, pero en ese estado no veíamos nada". |
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