por Roberto Merino
Diario Las Últimas Noticias,
Domingo 10 de Septiembre de 2006
Alguien debería registrar
el discurso de los tipos
que se suben a vender
sus productos a las micros.
No me refiero
a los vendedores de helados o de alfajores
que parecen estar sustraídos por el trance
de un pregón gutural y repetitivo,
sino a aquellos
más engolados y encorbatados
que se presentan ante los pasajeros
"por encargo de Importadora Internacional".
Desafiando al principio de la inercia
-tan manifiesto en estos vehículos
proclives a las aceleradas bruscas,
a los frenazos y a los topetones-,
estos trabajadores elaboran una arenga
en la que tratan de traspasarnos
la mayor cantidad de información
en un rango muy reducido de tiempo.
Hay un evidente dejo
de aristotelismo en sus palabras:
los objetos que ofrecen
son desglosados
en su causa inicial,
en su causa final
y en su causa eficiente.
Una simple tijera
-probablemente de remoto origen chino-
es descrita a través
del material del que está hecha
-acero inoxidable-,
del estuche que la contiene
-plástico reforzado de última generación-,
de la misteriosa cualidad
que encubre la palabra "profesional"
y de sus múltiples usos potenciales:
"Cortar cabello, gamuza, gasa, cuero,
cartón, cartulina, papel, género".
La imagen es sugerente:
por un segundo uno llega
a imaginarse a sí mismo
en la intimidad de su casa,
armado de una de estas tijeras,
cortando materiales
como un enloquecido.
La misma puntillosidad es aplicada
a los diversos órganos del cuerpo humano
o a los climas del mundo
cuando el objeto en cuestión
es un libro de texto,
"útil e imprescindible complemento
de las tareas escolares".
Todo esto desaparecerá,
nos aseguran, en poco tiempo más,
como tantas costumbres han desaparecido.
En el mercado informal de las micros
hay tantas modas como en la vida misma.
Hace un poco más de treinta años
constatamos el boom de
"el nuevo portacarnet de seis divisiones",
reemplazado poco más tarde
por el candy masticable a cien (escudos)
y por el superocho a diez pesos.
En la "nunca del todo
repudiada época de la UP"
-como escribía Cristián Huneeus-
también se vendía
una revista picarona llamada "Zaz Pirulín",
competencia fugaz de "El Viejo Verde".
Aún sobrevive en la diaria transaca
la gama de productos clasificados
como "lo que nunca está de más en el hogar",
vale decir agujas, hilo y parches curita.
No creo que los cambios inminentes
en el sistema de transporte
logren dejar en la vereda
a las imprescindibles
complicaciones de la vida.
En Londres,
cuyos buses de dos pisos
constituyen un logro de la civilización,
pude ver en el exiguo lapso de dos semanas
una seguidilla de episodios extraños:
la discusión entre un inspector
y un mozalbete que quería viajar en la pisadera;
la insistencia de un borracho
en recorrer todos los asientos
adivinándoles la edad a los pasajeros
(a mí me adjudicó diez años más de los que tenía);
la furia de dos negros gigantescos
que golpeaban los fierros
y proferían con acento cerrado numerosos insultos
de los que sólo lograba captar el vocablo "fuck";
la pretensión de un sujeto del Medio Oriente
de subir a una familia de nueve miembros
pagando un solo pasaje;
la ira irracional de otro inspector -negro también-
que en dos noches consecutivas
hizo detener el bus en un barrio desconocido
y bajó a todo el mundo al grito de "last stop".
Cualquiera que haya sido
por algún tiempo usuario de las micros
tiene muchas historias que contar.
En ese escenario en movimiento
no hay tragedia, comedia o melodrama
que no tenga su minuto de estelaridad:
desde los ataques de epilepsia
hasta las peleas conyugales,
desde los lúbricos esfuerzos del froterista
hasta los alaridos y escupos
del loco en crisis primaveral.
Yo mismo tengo mi colección
de desbordes absurdos
presenciados a bordo
de estas maquinarias destartaladas.
Todavía me río cuando me acuerdo
de una señora nonagenaria
que cierta vez se subió
sin pagar en Providencia
y se fue todo el trayecto
despidiendo a las personas
que se bajaban en los paraderos.
Cuando le llegó el turno de bajarse,
en Alameda con San Antonio,
le exigió al chofer que le abriera la puerta.
Éste se negó muy razonablemente,
por cuanto se encontraba en segunda fila.
La veterana sacó un impresionante
repertorio de chillidos y amenazó:
"Usted, señor, me va a abrir la puerta aquí
¡porque yo soy atropellada!".
La respuesta del chofer
fue invariablemente razonable:
"No, señora,
no pienso abrirle la puerta,
¿no ve que si no
la van a atropellar de nuevo?".
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