Desolación
por Alvaro Bisama
Diario El Mercurio
Domingo 18 de febrero de 2007
Oportuno: Naín Nómez incluyó a Violeta Parra
en el tomo IV de su Antología crítica de la poesía chilena
en el momento justo en que se cumplen 40 años de su muerte.
Nómez repite el gesto de Erwin Díaz
y de los viejos textos compilatorios de Juan Andrés Piña
mientras subraya algo que ya sabíamos,
pero que no está de más recordar:
a Violeta Parra hay que leerla.
Pero hacer eso puede ser peligroso.
Sus textos son poesía,
pero también hablan desde otro lugar,
más espinoso, menos cómodo.
Porque pocos escritores chilenos
poseen la nitidez de Violeta Parra
a la hora de relatar su propio dolor.
Para ella, no hay metáforas:
el sufrimiento - privado o social-
se expone de manera directa, sin concesiones.
Hay valentía en eso, pero también masoquismo.
Sus letras - al azar "Maldigo del alto cielo",
"Corazón maldito", "Rin del angelito"-
son actos de exhibicionismo
donde el yo poético deja su piel a la intemperie,
desmembrándose, contemplando frenético
las cicatrices de su propia biografía.
Hay, por cierto, una distancia demoledora
entre esa Violeta y la de su imagen canonizada.
Así, su reciente resurrección literaria
nos lanza a la cara esa honestidad brutal
que es su mejor legado.
Porque Violeta Parra
- en el link con la tradición-
puede ser la mejor heredera de la Mistral,
pero también su reverso:
si esta última sabe clausurarse
para facturar un arte de sus silencios y distancias,
(Violeta) Parra, por el contrario, se escribe
como un cuerpo quebrado "sin médula y sin sustancia",
clasificando dolores, como si no conociera
otro lenguaje que el de su padecimiento.
Llama la atención, de este modo,
que el rescate de la oralidad profunda
- vía las décimas- devenga a veces
en aquella desolación,
una clase de martirio emocional
donde ni la lengua puede penetrar.
"Cuánto será mi dolor"
repite Violeta Parra una y otra vez
y sí, sabemos que su malestar
es inconmensurable e insoportable,
que se trata de algo que borra la patria,
el paisaje o la memoria.
De este modo, mientras más se la lee,
más aparece ese universo precario
lleno de imágenes brutales:
palomas degolladas,
libros que no se pueden volver a mirar,
amantes desaparecidos en el norte,
novias muertas de males inclasificables;
una suerte de deterioro de la vida privada
- la suya, la de todos-
enumerado una y otra vez hasta la extenuación.
Así, su obra es la tragedia griega de nuestro siglo XX,
un drama que camina silenciosamente hacia el desastre.
Están ahí la violencia, la fatalidad,
el hambre, el abandono, la muerte,
al punto de que haya escrito
"Gracias a la vida" parece casi una ironía,
una broma a contrapelo de sí misma,
un último descanso antes de saltar por la borda.
Experta en demasiadas artes,
pareciera que la música y las palabras
no le alcanzaron para decir lo que quería,
ni para salvarse de sí misma.
De ahí que sus mejores obras
posean una transparencia que asusta;
las señales de una catástrofe inminente
incubándose verso tras verso,
como si la autora se fuera desnudando
hasta convertirse ella misma en una tierra baldía.
Escribir sobre ella, leerla,
es someterse a los fotogramas dispersos
de una 'road movie' alegórica:
la de una mujer buscando en pueblos perdidos
las últimas señales de la verdadera canción chilena,
mientras anota versiones apócrifas y aprende
- para poner en práctica luego-
la cristalería de un habla en desaparición.
Pero Violeta Parra es otra cosa:
la redactora secreta y azarosa
de nuestro propio Pedro Páramo,
de aquella Comala que es Chile,
ese otro lugar donde
es atrapada por fantasmas de carne y hueso
y devorada por sus propias palabras.
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