por Pedro Gandolfo
Diario El Mercurio, Sábado 17 de enero de 2015
"La biblioteca, así, es tan singular como puede serlo su dueño. No más. Allá a lo lejos, a esta hora, la habitación que habilité para reunir a una mayoría de los libros se encuentra fresca, silenciosa y suavemente iluminada. Pero la casa entera, excluidas zonas en que haya riesgo de extravío..."
Echo de menos a mi biblioteca. Me he cambiado de casa tres veces en estos últimos años y en las dos primeras me fui con todos mis libros a cuestas. La última, no. En una de esas estancias, además, los pilló el terremoto del 2010 y lanzó de modo cruel y arbitrario los anaqueles abajo formando pilas muy diversas, una mezcolanza que, incluso con ayuda, apenas alcancé a reordenar hasta que me vi forzado a trasladarlos nuevamente hacia su destino actual, a unos 400 kilómetros de donde vivo ahora y desde donde escribo esta columna. Es cierto que no la añoro siempre, sino en circunstancias como estas, en que imagino que si pudiera pasearme frente a ella e ir observando los lomos de los libros (doblando la cabeza cuando van dispuestos de manera horizontal), hurgando aquí y allá, abriendo por cualquier parte un libro que me tinca, leyendo un fragmento y, a veces, dejándome llevar por su lectura, quizá, podría encontrar una fuente sólida de inspiración. Para una persona que ha dedicado su vida a los libros, la biblioteca es un organismo que prolonga su material y externamente su capacidad intelectual. La biblioteca es un espejo de sus gustos e intereses, de las áreas de estudios que ha profundizado, de sus oficios, de sus amores literarios.
La biblioteca, así, es tan singular como puede serlo su dueño. No más. Allá a lo lejos, a esta hora, la habitación que habilité para reunir a una mayoría de los libros se encuentra fresca, silenciosa y suavemente iluminada. Pero la casa entera, excluidas zonas en que haya riesgo de extravío (aunque el hurto de libros hoy en Chile es un delito casi en extinción, un síntoma grave de decadencia, a mi entender) y para horror de sus demás habitantes, se encuentra invadida por estas "cosas", lo que la convirtió, por lo menos su segundo piso, en una suerte de casa-biblioteca. A donde habito actualmente, ni en broma, hay hueco para ellos. No soy coleccionista de libros, pero reconozco que he comprado bastantes, nuevos y usados. Es un placer por sí mismo. Descubrí ahora en Talca una buena librería de libros viejos y, medio arrepentido, pero a la vez eufórico, salí de ella con cinco ejemplares: una colección estupenda de cuentos de Saul Bellow, un volumen precioso de láminas japonesas seguidas de una erudita explicación, una novela de G.K. Chesterton que no conocía, y un par de tomos de los clásicos Jackson (que se añaden a los que yacen en mi biblioteca exiliada). Por mi trabajo, además, recibo media docena y, a veces, todavía más, una decena de libros gratuitos a la semana. Así, en mi nuevo hogar, a su manera, en este par de años, caótica y descontrolada, se va formando una hermana menor (conté ya más de 400 volúmenes) de aquella otra. Una amiga nueva que cultivar.
La biblioteca, así, es tan singular como puede serlo su dueño. No más. Allá a lo lejos, a esta hora, la habitación que habilité para reunir a una mayoría de los libros se encuentra fresca, silenciosa y suavemente iluminada. Pero la casa entera, excluidas zonas en que haya riesgo de extravío (aunque el hurto de libros hoy en Chile es un delito casi en extinción, un síntoma grave de decadencia, a mi entender) y para horror de sus demás habitantes, se encuentra invadida por estas "cosas", lo que la convirtió, por lo menos su segundo piso, en una suerte de casa-biblioteca. A donde habito actualmente, ni en broma, hay hueco para ellos. No soy coleccionista de libros, pero reconozco que he comprado bastantes, nuevos y usados. Es un placer por sí mismo. Descubrí ahora en Talca una buena librería de libros viejos y, medio arrepentido, pero a la vez eufórico, salí de ella con cinco ejemplares: una colección estupenda de cuentos de Saul Bellow, un volumen precioso de láminas japonesas seguidas de una erudita explicación, una novela de G.K. Chesterton que no conocía, y un par de tomos de los clásicos Jackson (que se añaden a los que yacen en mi biblioteca exiliada). Por mi trabajo, además, recibo media docena y, a veces, todavía más, una decena de libros gratuitos a la semana. Así, en mi nuevo hogar, a su manera, en este par de años, caótica y descontrolada, se va formando una hermana menor (conté ya más de 400 volúmenes) de aquella otra. Una amiga nueva que cultivar.
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