Mordiscos en el paraíso
por Beltrán Mena
Diario El Mercurio, Artes & Letras,
Domingo 5 de noviembre de 2006
Dos cachorros de perro se persiguen por el pasto,
saltan, se alcanzan, se revuelcan, se muerden las orejas.
El sol cae sobre ellos, se rascan la espalda contra la hierba,
mostrando sin pudor sus minúsculas pichulitas terminadas en un mechón.
Aún no saben calibrar el filo de sus dientes
y de vez en cuando lanzan un corto aullido.
Un amigo decía que no contábamos
con una mejor imagen para el paraíso.
Puede ser. Es la película de la infancia como paraíso perdido.
Pero no es a la infancia donde deseamos volver,
sino a un paisaje que en realidad nunca habitamos.
Lo que en verdad echamos de menos es el territorio
que se observaba desde el árbol, no el árbol.
Lo que veíamos desde ese club en el árbol
era una ciudad distante, iluminada y definitivamente nuestra.
Un territorio cuya conquista era segura.
No es la infancia,
sino la perfección de su promesa
lo que echamos de menos.
Porque el único paraíso es el que no se tiene.
La única actividad que no se diluye
en un casi es la literatura.
De ahí su función esencial:
mantener la promesa del paraíso
que se nos escapa, o acompañarnos
en la certeza de su pérdida.
Siempre que alcanzamos las cosas,
distraídamente las dejamos escapar.
En el mejor chiste de La Divina Comedia,
el poeta encuentra a Adán
y le pregunta cuánto tiempo
alcanzó a gozar el paraíso.
"Seis horas", responde el primer hombre.
Moraleja:
Si el paraíso existe, es breve y tiene una falla:
si, como los cachorros,
nos dedicamos a mordernos las orejas,
no lo reconocemos, y si nos dedicamos a buscarlo,
dejamos de mordernos las orejas.
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