La energía en el Universo Freeman J. Dyson

La energía en el Universo
Freeman J. Dyson
[Publicado originalmente en la revista Scientific American
septiembre de 1971, N˚ 224, pp. 51-59.
Posteriormente fue incluido en el volumen de ensayos
de Dyson reunidos en su traducción al castellano 
bajo el título: De Eros a Gaia
Tusquets Editores
Colección Metatemas
Libros para pensar la ciencia
(Barcelona, 1992), pp. 136-149.

El hombre no tiene un Cuerpo distinto de su Alma,
pues lo que llamamos Cuerpo es una porción del Alma
discernida por los cinco sentidos,
principales entradas al Alma en nuestros tiempos.

La Energía es la única Vida y emana del Cuerpo.
La Razón es el confín o circunferencia externa de la Energía.

La Energía es la Delicia Eterna

     William Blake, Las bodas del cielo y el infierno (1793).

1. Significado de la energía

No hace falta ser poeta o místico para darse cuenta de que la definición de energía dada por Blake es más satisfactoria que las que dan los libros de texto de física.  Incluso dentro del marco de la ciencia física, la energía tiene una cualidad trascendente.  En las muchas ocasiones en que las revoluciones del pensamiento han derrocado las viejas ciencias y han levantado otras nuevas, el concepto de energía ha resultado ser más válido y perdurable que las definiciones en las que estaba encarnado.

En la mecánica newtoniana, la energía se definía como una propiedad de las masas en movimiento.  En el siglo XIX, la energía se convirtió en el principio unificador de tres ciencias nuevas, la termodinámica, la química cuantitativa y el electromagnetismo.  En el siglo XX, la energía resurge bajo un nuevo disfraz, desempeñando papeles básicos e inesperados en las revoluciones intelectuales gemelas que condujeron a la teoría de la relatividad y a la teoría cuántica.

En la teoría especial de la relatividad, la ecuación de Albert Einstein E=mc^2, identificando la energía con la masa, arrojó una luz nueva sobre nuestra visión del universo astronómico, una luz cuyo brillo ninguna exageración periodística ha conseguido oscurecer.  Y en la mecánica cuántica, la ecuación de Max Planck E = hv, restringiendo la energía transportada por una onda a una constante múltiplo de su frecuencia, transformó de modo aún más fundamental nuestra visión del universo subatómico.  

No es probable que las metamorfosis del concepto de energía, y su fertilidad para dar nacimiento a ciencias nuevas, hayan llegado a su fin.

No sabemos cómo los científicos del siglo venidero definirán la energía,
o qué extraña jerga emplearán para hablar de ella. Con independencia del lenguaje que empleen los científicos, no entrarán en contradicción con Blake.  La energía permanecerá en algún sentido como señora y dadora de la vida, como una realidad que trasciende a nuestras descripciones matemáticas.  Su naturaleza yace en el corazón del misterio de nuestra existencia como seres animados en un universo inanimado.

El propósito de este capítulo es dar razón del movimiento de la energía en el mundo astronómico en la medida que lo entendemos. Trataremos de la génesis de las diversas clases de energía que se observan en la Tierra y en el cielo, y de los procesos mediante los cuales la energía se canaliza en la evolución de las estrellas y galaxias.

Esta visión general de las fuentes y del flujo de la energía en el cosmos pretende ofrecer una nueva perspectiva a los problemas que plantea el uso humano de la energía en la Tierra.  Contemplando nuestros recursos energéticos locales, es bueno que consideremos cómo encajamos en el esquema más amplio de las cosas. En último extremo, lo que hagamos aquí en la Tierra estará limitado por las mismas leyes que gobiernan la economía de las fuentes de energía astronómicas.

La inversión de esta afirmación también puede ser verdad.  No resultaría sorprendente que el origen y el destino de la energía en el universo no pudiera entenderse del todo si lo aisláramos de los fenómenos de la vida y el conocimiento.

Cuando miramos el espacio, no vemos señales de que la vida haya intervenido para controlar lo que observamos, excepto de modo precario en nuestro propio planeta.  En todas las demás partes, el universo parece como si quemara inútilmente sus reservas de energía, derivando inexorablemente hacia el estado de reposo final descrito imaginativamente por Olaf Stapledon:  «En poco tiempo nada quedará en todo el cosmos que no sea oscuridad, y lo oscuro soplará el polvo de lo que una vez fueron galaxias».

Pero es concebible que la vida desempeñe un papel más importante del que hemos imaginado.  Quizá, contra todo pronóstico, la vida triunfe a la hora de moldear el universo para sus propios fines.  Y el proyecto del universo inanimado quizá no esté tan alejado de las potencialidades de la vida e inteligencia como tienden a suponer los científicos del siglo XX.

En el cosmos la energía existe en varias formas, como, por ejemplo, gravitatoria, calórica, lumínica y nuclear.  La energía química, la forma que desempeña el papel principal en las actividades humanas del presente, cuenta muy poco en el conjunto del universo, donde la forma predominante es la gravitatoria.  Toda masa situada en el espacio posee energía gravitatoria, la cual puede liberarse o convertirse en luz y calor mediante la reducción de su masa.  En cualquier masa de tamaño suficiente esta forma de energía supera a las demás.

Las leyes de la termodinámica establecen que cada cantidad de energía tiene una cualidad característica asociada, a la que llamamos entropía.  La entropía mide el grado de desorden que posee la energía.  La energía debe fluir siempre en una dirección que haga aumentar la entropía.  Esto nos permite disponer las diferentes formas de energía en un «orden de mérito» donde el puesto más elevado corresponde a la forma de energía con menos entropía.

La energía en forma más elevada puede degradarse y convertirse en forma inferior, pero una forma inferior nunca puede volver a convertirse totalmente en una forma superior.  La dirección del flujo de la energía en el universo está determinada por un hecho básico, que la energía gravitatoria no sólo es predominante en cantidad, sino que también es de calidad más elevada.

La gravitación no tiene entropía y ocupa el primer puesto en el orden de mérito.  Por tal razón una central hidroeléctrica, que convierte la energía gravitatoria del agua en electricidad, puede tener una eficiencia cercana al cien por cien, nivel al que no puede acercarse ninguna central química o nuclear.

En el conjunto del universo, la fuente principal del flujo energético es la contracción gravitatoria de los objetos con masa, es decir, la energía gravitatoria que, mediante la contracción, se libera convertida en movimiento, luz y calor.  El flujo del agua desde un embalse a una turbina situada un poco más cerca del centro de la Tierra es, en esencia, una contracción gravitatoria controlada de la Tierra, a una escala más modesta que la que suelen considerar los astrónomos.  El universo evoluciona mediante la contracción de objetos de todos los tamaños, desde enjambres de galaxias a planetas.

Cuando uno contempla el universo a grandes rasgos y desde esta perspectiva, surgen de inmediato una serie de preguntas paradójicas.  Si la termodinámica favorece la degradación de la energía gravitatoria en otras formas de energía, ¿cómo es que la energía gravitatoria del universo sigue predominando después de diez mil millones de años de evolución cósmica?

Si las grandes masas están condenadas al colapso gravitatorio, ¿por qué no colapsaron hace mucho tiempo convirtiéndose su energía gravitatoria en calor y luz, en una fulgurante representación de fuegos artificiales cósmicos?  Si el universo se desliza irreversiblemente hacia ese estado de muerte final en que consiste la degradación máxima de la energía, ¿cómo se las arregla, cual rey Carlos, para tomarse inconscientemente tanto tiempo en morir?

Estas preguntas no son de fácil respuesta.  Cuanto más lejos llegamos en su búsqueda, más paradójica se hace la aparente estabilidad del cosmos.  Resulta que el universo, tal como lo conocemos, no sobrevive a causa de una estabilidad inherente, sino por una sucesión de «inhibiciones» aparentemente accidentales.

Por inhibición quiero decir obstáculo o freno, que habitualmente surge de algún aspecto cuantitativo en la disposición del universo, y que retarda el proceso normal de degradación energética.  Supuestamente, las inhibiciones o complejos psicológicos son nocivos para los humanos, pero las inhibiciones cosmológicas son absolutamente necesarias para nuestra existencia.

2. Catálogo de inhibiciones

La primera inhibición, la más básica que aparece en la arquitectura del universo, es el tamaño.  Una persona ingenua que mire el cosmos tendrá la impresión de que todo es exorbitantemente grande, incluso irrelevantemente grande.  Este tamaño exorbitante es nuestra primera protección frente a diversas catástrofes.

Para nuestra supervivencia, la más importante es la protección frente a la catástrofe del colapso gravitatorio.  Una materia de cualquier clase no puede colapsar gravitacionalmente en un tiempo menor que el «tiempo de caída libre», que es el tiempo que tarda en caer sobre sí misma en ausencia de cualquier otra inhibición. 

De acuerdo con la ley de la gravedad de Newton, el tiempo de caída libre depende tan sólo de la densidad media de la materia.  Por ejemplo, la Tierra tiene una densidad media cinco veces mayor que la del agua y un tiempo de caída libre de quince minutos.  Quiere decir esto que si, por algún milagro, las rocas de la Tierra pudiesen perder toda su resistencia y al mismo tiempo conservaran su peso, y si la Tierra no estuviera rotando, la Tierra colapsaría en su centro en quince minutos.

La ley de Newton dice que hay una relación simple entre la densidad y el tiempo de caída libre. Este varía en relación inversa a la raíz cuadrada de la densidad.  Esta relación significa que cuando tenemos un volumen de espacio exorbitantemente grande, lo cual significa una densidad exorbitantemente pequeña, el tiempo de caída libre se hace tan largo que el colapso gravitatorio queda pospuesto a un futuro remoto.

Para el universo en su conjunto, la densidad media de masa es aproximadamente de un átomo por centímetro cúbico, y el correspondiente tiempo de caída libre es de unos cien mil millones de años.  Esto supera la edad probable del universo diez mil millones de años (actualmente se calcula en algo menos de unos catorce mil millones de años), pero sólo por un factor diez.

Si la materia no estuviera desperdigada con una densidad tan enormemente baja, el tiempo de caída libre del universo habría concluido ya y nuestros remotos antepasados hace tiempo que habrían sido engullidos e incinerados por el colapso cósmico universal.

La densidad interna de nuestra propia galaxia es aproximadamente un millón de veces mayor que la del universo en su conjunto. El tiempo de caída libre de la galaxia, es por lo tanto, de unos cien millones de años, mil veces menor que el tiempo de caída libre del universo.  Dentro de la escala temporal de la vida en la Tierra, la galaxia no sólo está protegida del colapso gravitatorio por la inhibición del tamaño.  Nuestra supervivencia requiere, además, otras inhibiciones.

Otra forma de degradación de la energía gravitatoria, menos drástica que el colapso gravitatorio, sería la desorganización del sistema solar como consecuencia de encuentros o colisiones con otras estrellas.  Semejante degradación de los movimientos orbitales de la Tierra y los planetas sería tan letal para nuestra existencia como un colapso total.  

Únicamente hemos escapado de esta catástrofe porque las distancias entre las estrellas de nuestra galaxia son también exorbitantemente grandes.  De nuevo, los cálculos nos muestran que nuestra galaxia es apenas lo bastante grande para que las colisiones sean muy improbables.  Incluso dentro de nuestra galaxia, la inhibición del tamaño es necesaria para nuestra preservación, aunque no lo sea por sí sola.

La segunda en la lista de inhibiciones es la rotación.  Un objeto extenso no puede colapsar gravitatoriamente si gira rápidamente.  En lugar de colapsar, las partes externas del objeto se sitúan en órbitas que giran alrededor de las partes internas.  
El conjunto de nuestra galaxia está protegido por esta inhibición, y la Tierra está protegida por esta misma inhibición del colapso dentro del Sol. Sin la inhibición de la rotación, ningún sistema planetario podría haberse formado en el momento en que el Sol se condensaba del gas interestelar.

La inhibición rotatoria ha producido estructuras ordenadas extraordinariamente permanentes en apariencia, no sólo galaxias y sistemas planetarios, sino también estrellas dobles y los anillos de Saturno.  Ninguna de estas estructuras es verdaderamente permanente.  Dado un tiempo suficiente, todas se degradan a través del lento proceso de disipación de la energía interna o mediante encuentros aleatorios con otros objetos del universo.

El sistema solar parece a primera vista una perfecta máquina de movimiento perpetuo pero, en realidad, su longevidad depende de la acción combinada de la inhibición rotatoria y de la inhibición de tamaño.

La tercera inhibición es la termonuclear.

Esta inhibición surge de que el hidrógeno, cuando se calienta y se comprime «se quema» para formar helio.  La combustión termonuclear es en realidad una reacción de fusión de los núcleos de los átomos de hidrógeno.  La energía que libera impide una posterior compresión.  El resultado es que cualquier objeto, como una estrella, que contenga una gran proporción de hidrógeno, no puede colapsar gravitatoriamente hasta que se ha fusionado todo su hidrógeno.

Por ejemplo, el Sol se ha mantenido gracias a la inhibición termonuclear durante cuatro mil quinientos millones de años y tardará otros cinco mil millones de años  en fusionar su hidrógeno antes de que se complete su contracción gravitatoria.

Por último, la reserva de energía nuclear en el universo es sólo una pequeña fracción de la reserva de energía gravitatoria.  Pero la energía nuclear actúa como un regulador delicadamente ajustado, retrasando las fases violentas del colapso gravitatorio y dejando que las estrellas brillen pacíficamente durante miles de millones de años.

Parece bastante probado que el universo inició su existencia con toda la materia en forma de hidrógeno, quizá con alguna mezcla añadida de helio,  pero con pocos indicios de elementos más pesados.  La evidencia nos la dan los espectros de las estrellas que en nuestra galaxia se mueven a velocidades altas comparadas con la del Sol.  Estas grandes velocidades significan que estas estrellas no participan de la rotación general de la galaxia, de tal modo que sus velocidades relativas con referencia a la del Sol son del orden de centenares de kilómetros por segundo.  Tales velocidades distinguen a estas estrellas de las comunes, que orbitan con el Sol en el plano central de la galaxia y muestran velocidades del orden de decenas de kilómetros por segundo.  Las estrellas ultrarrápidas forman un «halo», o nube esférica, biseccionado por el disco plano galáctico que gira y que contiene al grueso de las estrellas comunes.

La explicación obvia de este estado de cosas es que las estrellas ultrarrápidas son las más viejas.  Se condensaron de la galaxia primigenia mientras ésta todavía estaba en caída libre, antes de que entrase en acción la inhibición rotatoria. Después la galaxia se hundió lentamente hasta constituir un disco, dentro del cual las estrellas ordinarias se formaron en órbitas interiores y allí permanecen desde entonces.

Los espectros de las estrellas ultrarrápidas muestran líneas de absorción sumamente débiles para todos los elementos con excepción del hidrógeno.  Contienen menos de una décima parte y a veces menos de una centésima parte de elementos comunes como carbono, oxígeno y hierro, de los encontrados en el Sol.  Deficiencias tan importantes de tales elementos casi nunca se dan en las estrellas de baja velocidad.  Como el hidrógeno se fusiona para producir carbono y hierro, pero el carbono y el hierro no se fusionan para producir hidrógeno, los objetos con hidrógeno menos contaminado por elementos más pesados han de ser los más antiguos. Todavía podemos ver unas pocas estrellas ultrarrápidas en nuestra vecindad cuya edad es tan remota que la contaminación por elementos más pesados es casi nula.

El descubrimiento de que la composición original del universo era de hidrógeno casi puro implica que la inhibición termonuclear es un fenómeno universal.  Toda masa de suficiente tamaño, susceptible de colapso gravitatorio, ha de pasar por una prolongada fase de fusión de hidrógeno.  Los únicos objetos exentos de esta regla son las masas de tamaño planetario o menor, en las cuales la resistencia mecánica de la materia frena la contracción gravitatoria antes de alcanzar el punto de ignición de las reacciones termonucleares.

La preponderancia del hidrógeno en el universo garantiza que nuestro cielo nocturno esté lleno de estrellas que se comportan tan bien como nuestro Sol, difundiendo plácidamente su energía en beneficio de alguna forma de vida que surja, prestando a la esfera celestial su histórico atributo de inmovilidad serena.

Sólo en virtud de la inhibición termonuclear los cielos aparecen inmóviles.  Sabemos que, en rincones del universo alejados del nuestro, los fenómenos violentos son la regla y no la excepción.  La prevalencia de las explosiones catastróficas de energía nos ha sido revelada por los rápidos avances de la radioastronomía durante los últimos treinta años.  Todavía no se entienden bien estas explosiones.  Es probable que ocurran en regiones del universo donde la inhibición termonuclear ha llegado a su fin al haberse agotado el hidrógeno.

Puede parecer paradójico que la inhibición termonuclear tenga efectos tan benignos y pacíficos en ámbitos extraterrestres, si se piensa en nuestros artefactos termonucleares terrestres.  ¿Por qué el Sol fusiona su hidrógeno tranquilamente durante miles de millones de años en lugar de explosionar como una bomba?

Para contestar esta pregunta es preciso evocar aún otra inhibición.  La diferencia decisiva entre el Sol y una bomba es que el Sol contiene hidrógeno ordinario, con algunos indicios de isótopos de hidrógeno pesado, que es el componente principal de la bomba.  El hidrógeno pesado se fusiona explosivamente mediante interacciones nucleares fuertes, pero el hidrógeno ordinario sólo reacciona consigo mismo mediante interacciones débiles.

En este proceso, dos núcleos de hidrógeno ordinario (protones) se funden en un núcleo de hidrógeno pesado (deuterón).  A igualdad de densidad y temperatura, la reacción protón-protón transcurre aproximadamente 10ˆ18 veces más lentamente que en una reacción nuclear fuerte.  Es esto lo que hace inservible para nosotros el hidrógeno ordinario como fuente terrestre de energía.

Pero, por tres razones como mínimo, esta inhibición es esencial para nuestra existencia.  Primera, sin ella no tendríamos un sol estable y de larga vida.  Segunda, sin ella los océanos serían la tentación permanente de los fabricantes de «máquinas del Juicio Final».  Tercera razón y más importante: sin la inhibición de la interacción débil es muy improbable que una cantidad apreciable de hidrógeno hubiera sobrevivido a la fase inicial, caliente y densa, de la evolución del universo.  Casi toda la materia se habría convertido en helio antes de que las primeras galaxias empezaran a condensarse, el agua sería una sustancia rara y todos los planetas sólidos serían tan secos como la Luna.

Aún parece más providencial nuestra supervivencia cuando estudiamos en todos sus detalles las razones teóricas para que exista la inhibición de la interacción débil.  Esta depende decisivamente de la inexistencia de un isótopo de helio de masa dos que tuviera un núcleo de dos protones y ningún neutrón.  Si el helio-dos existiera, la reacción protón-protón produciría un núcleo de helio-dos, y el núcleo de helio-dos se desintegraría convirtiéndose en un deuterón.  De ser fuerte la primera reacción, el hidrógeno se consumiría rápidamente para producir helio-dos, y la subsiguiente desintegración débil del helio-dos no limitaría el índice de fusión.

En realidad sí existen los núcleos de helio-dos, pero en un estado libre, de modo que los dos protones no llegan a unirse.  La fuerza nuclear entre los dos protones es fuerte y atractiva, pero por muy poco no llega a producir un estado de combinación nuclear. Si la fuerza fuera más intensa en sólo un ligero porcentaje, no habría inhibición de interacción débil.

He hablado de cuatro inhibiciones: la del tamaño, la de la rotación, la termonuclear y la de la interacción débil.  El catálogo no termina aquí.  Existen otras inhibiciones importantes, la de la clase de transporte u opacidad, que aparece porque el transporte de energía por conducción o radiación desde el interior de la Tierra o del Sol hasta las superficies más frías tarda millones de años.

Es esta inhibición de transporte la que mantiene a la Tierra fluida y geológicamente activa y causa la deriva continental, los sismos, los volcanes y la elevación de las montañas.  Todos estos procesos derivan su energía de condensación gravitatoria original de la Tierra hace cuatro mil millones de años, complementada por una modesta producción de energía procedente de la radiactividad subsiguiente de las rocas terrestres.

La última de mi lista es una inhibición especial de la tensión superficial, que ha permitido que los núcleos fisionables del uranio y del torio hayan sobrevivido en la corteza terrestre hasta que hemos comenzado a usarlos.  Estos núcleos son inestables frente a la fisión espontánea.  Contienen tanta carga positiva y tanta energía electrostática que pueden saltar en pedazos, sin embargo, su superficie debe deformarse, y a esta deformación se le opone una fuerza sumamente poderosa de tensión superficial.

El núcleo se mantiene esférico del mismo modo que una gota de lluvia se mantiene esférica por la tensión superficial del agua, con la diferencia de que el núcleo tiene una tensión 10ˆ18 veces más poderosa que la de la gota de agua.  A pesar de esta tensión superficial, hay veces que el núcleo se fisiona espontáneamente y puede medirse su índice de fisión.  No obstante, la inhibición es tan efectiva que una media de menos de uno entre un millón de núcleos de uranio terrestre ha desaparecido de este modo desde que se formó la Tierra.

3. Un universo violento aunque amistoso

Ninguna inhibición puede durar eternamente.  Hay momentos y lugares en el universo en los cuales el flujo de energía irrumpe por encima de todas las inhibiciones.  Ocurren entonces transformaciones rápidas y violentas cuya naturaleza aún ignoramos.

Históricamente fueron los físicos y no los astrónomos, quienes registraron la primera evidencia de que el universo no es en todas sus partes tan sereno como la astronomía tradicional lo ha descrito.  Hace sesenta años, el físico Victor Hess descubrió que incluso nuestro tranquilo rincón de la galaxia está lleno de una nube de partículas sumamente energéticas que ahora llamamos rayos cósmicos.  No sabemos todavía en detalle de dónde vienen estas partículas, pero sabemos que representan un importante canal en el flujo general de la energía del universo.  Transportan, por término medio, tanta energía como la luz estelar.
[Notar en lo que viene, la data de este artículo, más de cuarenta años atrás].

Con toda certeza los rayos cósmicos tienen su origen en procesos catastróficos.  Los diversos intentos de explicarlos como subproductos de objetos astronómicos conocidos han resultado ser cuantitativamente inadecuados.  En los últimos treinta años se han descubierto seis nuevas clases de objetos extraños, cada uno de ellos lo suficientemente violento y enigmático como para que sean plausiblemente los causantes de los rayos cósmicos.

Entre ellos están las supernovas (estrellas explosivas), las radiogalaxias (nubes gigantes de electrones energéticos que surgen de las galaxias), las galaxias Seyfert (con núcleos intensamente brillantes y turbulentos), las fuentes de rayos X, los cuasares y los pulsares.  Todos estos objetos se tienen poco en cuenta a causa tan sólo de la gran distancia que nos separa de ellos.

Una vez más estamos protegidos por la inhibición del tamaño.  La vastedad de los espacios interestelares ha diluido lo bastante los rayos cósmicos como para que no nos achicharren o nos esterilicen.  Sin estas enormes distancias no hubieran aislado con efectividad las regiones tranquilas de las turbulentas y ninguna evolución biológica de larga duración habría sido posible.

De todos los objetos violentos, los observados durante más tiempo y los menos misteriosos son las supernovas.  Parecen ser estrellas ordinarias, de mayor masa que el Sol, que han agotado su hidrógeno y han pasado a la fase de colapso gravitatorio.  La rápida liberación de energía gravitatoria puede causar de maneras diversas la explosión de la estrella.

En algunos casos puede ser una auténtica detonación termonuclear, con el centro de la estrella, compuesto principalmente de carbono y oxígeno, fusionándose para transformarse instantáneamente en hierro.  En otros casos, el colapso puede hacer que la estrella gire tan rápidamente que la inestabilidad hidrodinámica la desintegre.  Una tercera posibilidad es que un campo magnético giratorio se intensifique tanto por el colapso gravitatorio que pueda arrancar la superficie de la estrella a una alta velocidad.

Probablemente existan varias clases diferentes de supernova con diferentes mecanismos de transferencia energética.  En todos los casos el proceso básico tiene que ser un colapso gravitatorio en el centro de la estrella.  Por unos u otros medios, una parte de la energía gravitatoria liberada por el colapso se transfiere hacia afuera y causa la explosión de las capas exteriores de la estrella.

La energía que se mueve hacia afuera aparece en parte como luz visible, en parte como movimiento de los restos y en parte como rayos cósmicos.  Además de esto, una pequeña fracción de la energía puede convertirse en energía nuclear dentro de átomos inestables de torio y uranio y, a causa de la explosión, cantidades pequeñas de estos elementos radiactivos pueden inyectarse en el gas interestelar.  Por todo lo que sabemos, ningún otro mecanismo puede crear las condiciones especiales requeridas para la producción de núcleos fisionables.

Tenemos la firme evidencia de que existía un ámbito violento localizado en nuestra galaxia inmediatamente antes del nacimiento del sistema solar.  Es probable que estos episodios catastróficos y el origen del Sol y de la Tierra fueran parte de la misma secuencia de acontecimientos.  La evidencia de dicha actividad extrema se encuentra en determinados meteoritos antiguos de gas xenón con una composición isotópica característica de los productos de fisión espontánea de los núcleos de plutonio 244.

La desintegración radiactiva en forma de trazas de fragmentos de fisión que son visibles tras el tratamiento con ácido apoya la evidencia.  Los meteoritos no contienen bastante uranio o torio que expliquen el xenón o las trazas de fisión.  Han tenido que contener plutonio en el momento de solidificarse.  

El plutonio 244, aunque es el isótopo de mayor duración, sólo tiene una vida media de 80 millones de años, corta si la comparamos con la edad de la Tierra.  Por lo tanto, los meteoritos deben ser tan viejos como el sistema solar y el plutonio debió originarse muy cerca, en el tiempo y en el espacio, del acontecimiento que dio nacimiento al Sol.

Hoy sólo estamos empezando a entender cómo nacieron las estrellas y los planetas.  Parece que las estrellas nacieron en enjambres o agrupaciones de unos pocos centenares o pocos miles de ellas a la vez, y no individualmente.

Quizá haya un ritmo cíclico en la vida de las galaxias.  Durante cien millones de año, las estrellas y el gas interestelar en un sector concreto de la galaxia permanecen quietos.  Entonces, una especie de onda de choque gravitatoria pasa cerca, comprime el gas y provoca la condensación gravitatoria.

Se superan varias inhibiciones y una gran masa de gas se condensa para formar estrellas nuevas en una región limitada del espacio.  Las estrellas de mayor masa brillan con fulgor unos pocos millones de años y mueren espectacularmente como supernovas.

La breve llamarada de los enjambres de estrellas de gran tamaño y corta vida hace visible la onda de choque desde distancias de millones de años luz en forma de brillantes brazos espirales desplazándose por la galaxia.  

Después de apagarse las nuevas estrellas masivas, las estrellas de menor masa continúan condensándose, ligeramente contaminadas del plutonio procedente de las supernovas recientes.  

Estas estrellas más modestas continúan su frugal existencia durante miles de millones de años después de que el brazo espiral que les dio nacimiento haya pasado de largo.  Nuestro sistema solar apareció hace unos cuatro mil quinientos millones de años siguiendo un ritmo parecido al descrito.

Que ritmos similares o incluso a una escala mucho más gigantesca estén relacionados con el nacimiento de las radiogalaxias, los cuasares o los núcleos de las galaxias de Seyfert, es algo que ignoramos.  Cada uno de estos objetos irradia cantidades de energía que superan en millones de veces la que produce la supernova más brillante.

No sabemos nada de sus orígenes y no sabemos nada de sus efectos en su entorno.  Sería sorprendente que estos efectos no terminaran por resultar de la mayor importancia, tanto para la ciencia como para la historia de la vida en el universo.

Las principales fuentes de energía a nuestra disposición en la Tierra son los combustibles químicos, el uranio y la luz solar.  Además, existe la esperanza de que algún día aprendamos a fusionar de modo controlado el deuterio de los océanos.  Todas estas reservas energéticas existen aquí en virtud de las inhibiciones que han frenado temporalmente los procesos universales de degradación de la energía.

La luz solar está sostenida por las inhibiciones termonuclear, de interacción débil y de opacidad.  El uranio está protegido por la inhibición de la tensión superficial.  El carbón y el petróleo están enterrados a salvo de la oxidación por diversas inhibiciones biológicas y químicas, cuyos detalles todavía están siendo debatidos.  Se ha conservado algo de deuterio, después que casi todo él se transformara en helio durante las primeras etapas de la historia del universo, porque ninguna reacción termonuclear se produce nunca totalmente.

La humanidad es afortunada por disponer de semejante variedad de recursos energéticos.  A muy largo plazo necesitaremos energía que no polucione: tendremos la luz solar.  A largo plazo necesitaremos una energía inagotable y moderadamente limpia: tendremos el deuterio.  A corto plazo necesitaremos una energía abundante y lista para su uso: tendremos el uranio.  Ahora mismo necesitamos energía barata y cómoda: tenemos carbón y petróleo.  

La naturaleza ha sido más amable con nosotros de lo que nos merecemos.  Cuando miramos al universo e identificamos los muchos accidentes físicos y astronómicos que han contribuido a beneficiarnos, parece como si el universo supiera, en algún sentido, que íbamos a llegar.

Desde que los viajes Apolo nos permitieron ver de cerca el paisaje desolado de la Luna, mucha gente se ha formado la impresión de una Tierra como un oasis único, bello y frágil, en medio de un universo áspero y hostil.  Las fotografías distantes del planeta azul transmitieron esta impresión con viveza.

Quisiera afirmar mi opinión contraria.  Creo que el universo es amistoso.  No veo razón alguna para suponer que los accidentes cósmicos que tanto han contribuido a nuestro bienestar, aquí en la Tierra, no hagan lo mismo por nosotros, adonde quiera que elijamos ir del universo.

Ko Hung fue uno de los grandes filósofos de la naturaleza en la antigua China.  En el siglo IV escribió lo siguiente:  «En cuanto a la fe, hay cosas que son tan claras como el cielo, aunque los hombres prefieran sentarse debajo de un barril invertido».  Algunas de las discusiones al uso sobre los recursos de la humanidad en la Tierra tienen la cualidad claustrofóbica que las palabras de Ko Hung tan bien describen.  Espero que este escrito haya podido persuadir a unos pocos a salir de debajo del barril y mirar al cielo con ojos esperanzados.  

Empecé con una cita de Blake.  Déjenme terminar con otra, en la que Blake, esta vez, se hace eco del pensamiento de Ko Hung: «Si las puertas de la percepción se limpiaran, todas las cosas aparecerían al hombre como son, infinitas.  Porque el hombre se ha encerrado hasta el punto de sólo ver las cosas a través de las grietas de su caverna».


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