The rope of sands... (¿con qué ropa habla este ignorante?)‏



En una de esas, la mecánica cuántica 
puede ser contemplada como un libro
en que cada página se ve borrosa y sólo se comprende
su dinámica cuando se contempla de soslayo
como cuando se barajan naipes
y en el que todas las combinaciones están presentes,
como esas figuras animadas en que se aprovecha
el efecto estroboscópico de la persistencia retiniana.

La relatividad, la estructura del espaciotiempo
integrada a la mecánica cuántica aparece
como una consecuencia, no como algo fundamental.

Hay una dualidad como principio fundamental
en el que la invariancia del espaciotiempo
aparece como consecuencia aunque no de forma manifiesta.

Las páginas mismas desaparecen 
como el libro de arena de Borges,
la Biblioteca de Babel en un solo volumen…
integradas en esta especie de mar de combinaciones 
en que se inscrustan como un sandwich
estas planos que al conmutarse se integran
y se pierden en esta cuerda de arena
que se escurre entre los dedos...

El Libro de Arena, Jorge Luis Borges

...thy rope of sands…
George Herbert (1593-1623)

La línea consta de un número infinito de puntos; 
el plano, de un número infinito de líneas; 
el volumen, de un número infinito de planos; 
el hipervolumen, de un número infinito de volúmenes… 

No, decididamente no es éste, more geométrico
el mejor modo de iniciar mi relato. 

Afirmar que es verídico 
es ahora una convención de todo relato fantástico; 
el mío, sin embargo, es verídico.

Yo vivo solo, en un cuarto piso de la calle Belgrano. 

Hará unos meses, al atardecer, oí un golpe en la puerta. 

Abrí y entró un desconocido. 

Era un hombre alto, de rasgos desdibujados. 

Acaso mi miopía los vio así. 

Todo su aspecto era de pobreza decente. 

Estaba de gris y traía una valija gris en la mano. 

En seguida sentí que era extranjero. 

Al principio lo creí viejo; 
luego advertí que me había engañado 
su escaso pelo rubio, casi blanco, 
a la manera escandinava. 

En el curso de nuestra conversación, 
que no duraría una hora, 
supe que procedía de las Orcadas.

Le señalé una silla. 

El hombre tardó un rato en hablar. 

Exhalaba melancolía, como yo ahora.

-Vendo biblias -me dijo.

No sin pedantería le contesté:

-En esta casa hay algunas biblias inglesas, 
incluso la primera, la de John Wiclif. 

Tengo asimismo la de Cipriano de Valera, 
la de Lutero, que literariamente es la peor, 
y un ejemplar latino de la Vulgata. 

Como usted ve, no son precisamente biblias lo que me falta.

Al cabo de un silencio me contestó:

-No sólo vendo biblias. 

Puedo mostrarle un libro sagrado que tal vez le interese. 

Lo adquirí en los confines de Bikanir.

Abrió la valija y lo dejó sobre la mesa. 

Era un volumen en octavo, encuadernado en tela. 

Sin duda había pasado por muchas manos. 

Lo examiné; su inusitado peso me sorprendió. 

En el lomo decía Holy Writ y abajo Bombay.

-Será del siglo diecinueve -observé.

-No sé. No lo he sabido nunca -fue la respuesta.

Lo abrí al azar. 

Los caracteres me eran extraños. 

Las páginas, que me parecieron gastadas y de pobre tipografía, 
estaban impresas a dos columnas a la manera de una biblia. 

El texto era apretado y estaba ordenado en versículos. 

En el ángulo superior de las páginas había cifras arábigas. 

Me llamó la atención que la página par 
llevara el número (digamos) 40.514 
y la impar, la siguiente, 999. 

La volví; el dorso estaba numerado con ocho cifras. 

Llevaba una pequeña ilustración, 
como es de uso en los diccionarios: 
un ancla dibujada a la pluma, 
como por la torpe mano de un niño.

Fue entonces que el desconocido me dijo:

-Mírela bien. Ya no la verá nunca más.

Había una amenaza en la afirmación, pero no en la voz.

Me fijé en el lugar y cerré el volumen. 

Inmediatamente lo abrí.

En vano busqué la figura del ancla, hoja tras hoja. 

Para ocultar mi desconcierto, le dije:

-Se trata de una versión de la Escritura 
en alguna lengua indostánica, ¿no es verdad?

-No -me replicó.

Luego bajó la voz como para confiarme un secreto:

-Lo adquirí en un pueblo de la llanura, 
a cambio de unas rupias y de la Biblia. 

Su poseedor no sabía leer. 

Sospecho que en el Libro de los Libros vio un amuleto. 

Era de la casta más baja; 
la gente no podía pisar su sombra, 
sin contaminación. 

Me dijo que su libro se llamaba el Libro de Arena, 
porque ni el libro ni la arena tienen principio ni fin.

Me pidió que buscara la primera hoja.

Apoyé la mano izquierda sobre la portada 
y abrí con el dedo pulgar casi pegado al índice. 

Todo fue inútil: siempre se interponían 
varias hojas entre la portada y la mano. 

Era como si brotaran del libro.

-Ahora busque el final.

También fracasé; 
apenas logré balbucear con una voz 
que no era la mía:

-Esto no puede ser.

Siempre en voz baja el vendedor de biblias me dijo:

-No puede ser, pero es. 

El número de páginas de este libro es exactamente infinito. 

Ninguna es la primera; ninguna, la última. 

No sé por qué están numeradas de ese modo arbitrario. 

Acaso para dar a entender que los términos 
de una serie infinita aceptan cualquier número.

Después, como si pensara en voz alta:

-Si el espacio es infinito estamos en cualquier punto del espacio. 
Si el tiempo es infinito estamos en cualquier punto del tiempo.

Sus consideraciones me irritaron. Le pregunté:

-¿Usted es religioso, sin duda?

-Sí, soy presbiteriano. 
Mi conciencia está clara. 

Estoy seguro de no haber estafado al nativo 
cuando le di la Palabra del Señor 
a trueque de su libro diabólico.

Le aseguré que nada tenía que reprocharse, 
y le pregunté si estaba de paso por estas tierras. 

Me respondió que dentro de unos días pensaba regresar a su patria. 
Fue entonces cuando supe que era escocés, de las islas Orcadas. 

Le dije que a Escocia yo la quería personalmente 
por el amor de Stevenson y de Hume.

-Y de Robbie Burns -corrigió.

Mientras hablábamos, 
yo seguía explorando el libro infinito. 

Con falsa indiferencia le pregunté:

-¿Usted se propone ofrecer 
este curioso espécimen al Museo Británico?

-No. Se le ofrezco a usted -me replicó, y fijó una suma elevada.

Le respondí, con toda verdad, 
que esa suma era inaccesible para mí 
y me quedé pensando. 

Al cabo de unos pocos minutos había urdido mi plan.

-Le propongo un canje -le dije-. 

Usted obtuvo este volumen por unas rupias 
y por la Escritura Sagrada; 
yo le ofrezco el monto de mi jubilación, 
que acabo de cobrar, y la Biblia de Wiclif en letra gótica. 

La heredé de mis padres.

-A black letter Wiclif! -murmuró.

Fui a mi dormitorio y le traje el dinero y el libro. 

Volvió las hojas y estudió la carátula con fervor de bibliófilo.

-Trato hecho -me dijo.

Me asombró que no regateara. 

Sólo después comprendería 
que había entrado en mi casa 
con la decisión de vender el libro. 

No contó los billetes, y los guardó.

Hablamos de la India, de las Orcadas 
y de los jarls noruegos que las rigieron. 

Era de noche cuando el hombre se fue. 

No he vuelto a verlo ni sé su nombre.

Pensé guardar el Libro de Arena 
en el hueco que había dejado el Wiclif, 
pero opté al fin por esconderlo detrás 
de unos volúmenes descalabrados 
de Las mil y una noches.

Me acosté y no dormí. 

A las tres o cuatro de la mañana prendí la luz. 

Busqué el libro imposible, y volví las hojas. 

En una de ellas vi grabada una máscara. 

En ángulo llevaba una cifra, 
ya no sé cuál, elevada a la novena potencia.

No mostré a nadie mi tesoro. 

A la dicha de poseerlo 
se agregó el temor de que lo robaran, 
y después el recelo de que 
no fuera verdaderamente infinito. 

Esas dos inquietudes agravaron mi ya vieja misantropía.

Me quedaban unos amigos; dejé de verlos. 

Prisionero del Libro, casi no me asomaba a la calle. 

Examiné con una lupa el gastado lomo y las tapas, 
y rechacé la posibilidad de algún artificio. 

Comprobé que las pequeñas ilustraciones 
distaban dos mil páginas una de otra. 

Las fui anotando en una libreta alfabética, 
que no tardé en llenar. 

Nunca se repitieron. 

De noche, en los escasos intervalos 
que me concedía el insomnio, soñaba con el libro.

Declinaba el verano, 
y comprendí que el libro era monstruoso. 

De nada me sirvió considerar 
que no menos monstruoso era yo, 
que lo percibía con ojos 
y lo palpaba con diez dedos con uñas. 

Sentí que era un objeto de pesadilla, 
una cosa obscena que infamaba 
y corrompía la realidad.

Pensé en el fuego, 
pero temí que la combustión 
de un libro infinito fuera parejamente infinita 
y sofocara de humo al planeta.

Recordé haber leído que el mejor lugar 
para ocultar una hoja es un bosque. 

Antes de jubilarme 
trabajaba en la Biblioteca Nacional, 
que guarda novecientos mil libros; 
sé que a mano derecha del vestíbulo 
una escalera curva se hunde en el sótano, 
donde están los periódicos y los mapas. 

Aproveché un descuido de los empleados 
para perder el Libro de Arena 
en uno de los húmedos anaqueles. 

Traté de no fijarme a qué altura 
ni a qué distancia de la puerta.

Siento un poco de alivio, 
pero no quiero ni pasar 
por la calle México.

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