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Se busca gemelo



Cuando acaba el año, las escuelas y las oficinas entran en una extraña euforia de fin de los tiempos. Sin más pretexto que el calendario, organizan festivales y brindis en los que actuamos como el elenco de una ópera: aunque perdimos batallas decisivas, pero nos rendimos cantando.
Este ánimo grandioso depende poco de cómo nos haya ido o de nuestras esperanzas de mejoría. El solo hecho de que algo termine permite disfrutar tejocotes (una fruta ácida y dura nativa de México y Centroamérica= que no comeríamos en otro momento.
En la gregaria Mesoamérica, los festejos se multiplican en ceremonias que anticipan la clonación. Voy a contar lo que le sucedió a mi amiga Arlette y a su gemela Rocío. A través de esos nombres, sus padres las diferenciaron para garantizar la singularidad de sus destinos. El bautizo funcionó de maravilla: las dos han tenido trayectorias de éxito en campos muy apartados. Arlette hace tapices como una hilandera de fábula y Rocío trabaja en el piso 26 de un edificio corporativo. Quiso la mala suerte que el director para América latina llegara a presidir una junta justo el día en que su hijo salía de diablo en la representación de fin de año escolar. Su esposo no se encontraba en México y su madre estaba en cama, con gripe de temporada. El asunto era particularmente delicado porque el niño de seis años aceptó el papel de Mefistófeles luego de largas sesiones destinadas a convencerlo de que se necesita ser un héroe para representar a un villano que fracasa y permite el triunfo del bien. Esta enseñanza moral (más la promesa de una navaja suiza) hicieron que el niño asumiera el rol que nadie quería. Después de tanto esfuerzo, Rocío no podría ver a su hijo.
Cualquiera que haya asistido a una representación infantil sabe que ahí se pone en práctica una técnica ignorada por el Actor’s Studio: los personajes desvían la vista al público en busca de sus padres y sólo dejan de saludarlos cuando acaba la obra.
Rocío le pidió a su hermana Arlette que asistiera en su lugar. Aunque son gemelas idénticas, el niño las distingue a la perfección; no se trataba de que Arlette simulara ser la madre, sino de que aportara un reconfortante rostro conocido. Esa parte salió bien, pero ninguna de las hermanas previó un efecto secundario.

Arlette lleva a sus hijos a otra escuela y no conoce a nadie en ese entorno. Entre empujones y suéteres tirados en el piso, devolvió un par de saludos y dijo cosas que debieron sonar raras. No hubo un momento de calma en que pudiera explicar que no era Rocío sino su gemela.
Aunque las hermanas no pueden ser más agradables, lo son de modo distinto. La reservada Arlette, que no deja de asombrarse de la energía social de Rocío, abandonó la escuela con un diablo de la mano y una sospechosa reputación. En dos horas logró que varias madres se ofendieran por no besarlas con efusividad ni mencionar sus nombres de pila. Otras se extrañaron de que no se acercara a tratar el tema del transporte escolar, con el que estaba tan comprometida. 
Para colmo, Arlette es corta de vista y no distinguió saludos que le hacían a la distancia. Alguien que estaba en el estacionamiento marcó “su” celular (que naturalmente era el de Rocío) y no pudo creer que dijera “estoy en una junta” cuando ya la había visto cruzar por el patio. Si alguna vez las otras madres supieron que Rocía tenía una gemela, lo habían olvidado.
Arlette actuó como si estuviera al margen de esa comunidad (cosa muy cierta) y desdeñara a los otros (cosa muy falsa). ¿Qué hubiera podido hacer? ¿Ponerse un cartel que dijera: “No soy maleducada: ¡soy gemela!”?
No es fácil entablar diálogos en un patio donde los niños se desplazan con los trabajos del semestre (castillos de cartón o penachos aztecas) y cargan mochilas abultadas por planetas de poliuretano.
Todo esto resulta anecdótico; lo que lo convierte en un tema generalizable es lo siguiente: el mexicano derrocha afecto, pero tiene un sexto sentido para detectar el desdén. Si otros pueblos necesitan traiciones para ofenderse, a nosotros nos basta un ojo desviado. Ciertos momentos de inmensa tensión social derivan de dos frases que nunca pronunciamos en voz alta. La primera es: “ya me vio”; la segunda, “que él me salude primero”. Un atávico sentido del honor que quizá se remonte a cuando anhelábamos ser patriarcas tlaxcaltecas, nos hace disfrutar que sea la otra persona quien se aproxime a darnos la mano. Esto lleva a una de las quejas más extravagantes de la etiqueta social:  “el otro día no me saludaste”. Aunque el agraviado tampoco haya saludado, se siente en posición de criticar el ninguneo. Responder “no te vi” sólo agrava las cosas, pues indica que te crees lo máximo y no adviertes a un conocido que ha engordado sin que tu mirada lo abarque.
Con absoluta inocencia, Arlette fue ofensiva. A pesar de su habilidad diplomática, Rocío tardó semanas en recuperar el afecto de las personas despechadas.
Conté la historia en un cóctel, y un amigo comentó: “A mí me pasa lo mismo, pero no tengo un gemelo para justificar mis despistes”.
Repasamos el estado de nuestras relaciones y nos descubrimos en falta con mucha gente. ¿Cómo reparar los daños en un país olvidadizo ante la responsabilidad y erudito ante el agravio? Ser distraído, fugarse provisionalmente de lo real, es interpretado como un deseo de no estar aquí, en la proximidad de los seres humanos, ese entorno decisivo en que alguien cambió de peinado y debemos notarlo.
A veces no basta el esfuerzo para superar ofensas. En un rapto de interés social, memorizas nombres de personas que apenas conoces. Como no eres infalible, dos años más tarde le dices Glenora a Leonora y pasas a la lista de los que tienen mala memoria por ser tan soberbios.
He llegado a la conclusión de que necesitamos un gemelo que justifique nuestras involuntarias descortesías.
Hay errores que no son cosa de uno.

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