Un paisaje luminoso



por Gustavo SantanderDiario El Mercurio, Martes 02 de Octubre de 2012

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La niña le pregunta a su padre cosas que no alcanzo a oír. Sólo veo su expresión interrogante y a él responderle, didáctico, cariñoso, emocionado. Es como una escena muda: ella parlotea con la boca embadurnada de helado de frutilla mientras él responde con el bigote sin afeitar pintado de espuma de leche. La pequeña está más abrigada de lo que el clima pide y entonces pienso en su preocupación a que se enferme, a que esa sonrisa enorme se vea desdibujada por un resfrío, por una gripe tramposa. Y entonces pienso en el miedo. El miedo que debe sentir a perderla, a vivir un futuro sin su risa, sin sus muecas, sin ese abrazo diáfano y sincero; ramas cariñosas envolviéndose en él, árbol y astilla compartiendo una tarde cualquiera. Y entonces me pregunto si habrá un paisaje más luminoso que el de una mañana desayunando con tus hijos, viéndolos crecer, escuchándolos hablar -primero serán sus juegos, más tarde vendrán sus penas, su desconocida y azarosa educación sentimental-, descubriendo que tu vida trasciende en sus pequeños cuerpos, que reconoces tus ojos en los suyos, tus gestos en los suyos, la comisura de tus labios duplicándose en su sonrisa. Mi vida sin hijos me ha marginado de esos afectos, de esos miedos. Sin embargo, la muerte de una niña de seis años inevitablemente me genera un remezón, un enojo, una fraternidad inmediata con esos padres, un abrazo sordo, invisible, enorme. No sé cómo será ese dolor, nunca he tenido nada tan preciado en la vida por lo que me es imposible siquiera imaginar ese desgarro, mis sencillos afectos hacen imposible imaginarlo, sólo espero que algún día se haga tolerable para ellos. La niña ha terminado su helado y mira a su padre llamar al garzón para pagar la cuenta. Juega con unas cuentas de vidrio de colores que seguro encontró en algún cajón olvidado. Las pone sobre la mesa y las hace rodar para luego volverlas a guardar en una bolsita de tela, meticulosamente, tan diminutamente femenina. Él la mira con ternura y acaricia su pelo, deseoso de que esa tarde no termine nunca.

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