Diario La Segunda, Viernes 03 de Agosto de 2012
Hay crónicas que tienen calidad de divertimento, de diversión más o menos inocente, y otras que son esbozos de ensayos, ensayos en miniatura. Mi participación en ese Llamado a la Concordia entre Chile y Perú me confirmó algunas cosas y me enseñó otras. Se convertirá, quizá, más adelante, en un ensayo de extensión mediana, bastante más que una miniatura, pero mucho menos que un tratado. Después de este regreso algo extravagante, necesariamente temporal, a la diplomacia chilena, encuentro rasgos que se mantienen y otros que se han acentuado, no sé si para bien. Recuerdo conversaciones diversas, variadas, a menudo apasionantes, sobre el tema. La lista de los personajes con los que me ha tocado discutir del asunto, fuera de toda formalidad, sería larga y curiosa. Por ejemplo, las historias de la “carrera” fascinaban y hasta cierto punto obsesionaban a Pablo Neruda. Pero también intervenían en estas reflexiones funcionarios marginales, relegados a las antesalas, a los corredores, a las regiones limítrofes, por el “establishment”, que era poderoso entonces y que lo sigue siendo, y había ex ministros, ex embajadores, hasta ex presidentes de otros países. En otras palabras, o escribo el ensayo, o lo transformo en un capítulo largo de mis memorias, o intento elaborar una tragicomedia. Una de mis frustraciones literarias y vitales consiste en no haber escrito teatro, y a lo mejor todavía es tiempo.
Como he dejado el texto para más tarde, mi crónica actual sigue otros rumbos. Entro en el verano denso, agobiador, del hemisferio norte, en el “ferragosto” de los italianos, y recuerdo, renuevo, examino desde un punto de vista nuevo, experiencias antiguas. Fui varias veces aoûtier en París, esto es, residente en la ciudad en el mes de la canícula, de las calles casi vacías, del tráfico escaso, de los establecimientos en su mayoría cerrados. Uno se hacía una lista mental de lugares abiertos, leía a autores que no formaban parte de las lecturas habituales, paseaba por parques y bosques desconocidos, como el de Buttes-Chaumont, donde transcurre una de las mejores novelas del surrealismo, El campesino de París, de Louis Aragon. Los personajes se desplazaban por subidas y bajadas, senderos sorpresivos, roqueríos, puentes colgantes, construidos sobre esos montículos, esas buttes, y no recuerdo a qué conclusión llegaban, o recuerdo, más bien, que no llegaban a ninguna. A veces íbamos a la hora de almuerzo, con Vargas Llosa, provistos de sendos sándwiches, a la piscina Deligny, que flotaba en una de las orillas del Sena. He tratado de buscar ahora esa piscina, ese espacio metafísico, y no lo he encontrado, pero me propongo vagabundear este fin de semana por los senderos y recovecos de la novela de Aragon. A ver si me encuentro con algún escondite de musas.
Estuve en Madrid bajo una canícula mayor, aunque más seca, más propia de la sierra, y en medio de la crisis. Un taxista, después de quejarse de la baja de pasajeros, me confesó que sus clientes más fieles eran los que “andan de Rodríguez”. Me reí con esta vieja expresión, que había escuchado y después se me había olvidado.
En sus aventurillas veraniegas, los madrileños que permanecen en la capital y mandan a sus familias a la playa suelen decir que se llaman Fulano de Tal Rodríguez. Disimulan sus nombres con ese salvoconducto general: Rodríguez. A mí me recuerda una crónica que citaba don Pío Baroja, escritor socarrón y lleno de erudiciones menores, de historias privadas, como recomendaba Balzac que fueran los novelistas. Creo que el autor del texto citado era Alejandro Sawa, y decía, con un cinismo muy de época, de preguerra: “Madrid, sin familia y con dinero, Baden Baden”. Esto es, balneario de lujo, zona de privilegio.
Ahora, un historiador prolífico se pone a darnos lecciones, a Vargas Llosa y a mí, sobre historia y novela. El hombre ha leído todos los catálogos, anuarios, almanaques de este mundo, pero no siempre ha entendido el fondo de las cosas. Como decían los clásicos, a quienes debería estudiar un poco más, desprecia lo que ignora. Le recomendaría, para comenzar, que lea las páginas sobre el novelista como “historiador privado de las naciones” escritas por Honorato de Balzac en Esplendores y miserias de las cortesanas, uno de los volúmenes de la formidable serie de Las ilusiones perdidas. Oscar Wilde dijo que el día de la muerte de Lucien de Rubempré, modelo de nuestro Martín Rivas, fue “el día más triste de su vida”. Ofrezco explicarle esta frase a nuestro concienzudo lector de actas notariales.
Pasé de la calle Velázquez, azotada por el calor, a un restaurante de la calle Hermosilla donde me habían dado cita. Comí un estupendo escabeche de bonito (atún del Norte) y bebí un vaso tosco, hondo, de generoso vino tinto. Esto es Madrid, pensaba, la gracia de Madrid, mientras cambiaba disparates con un par de viejos amigos. Cuando llegó el momento de pagar la cuenta, el dueño del lugar dijo que nos había invitado. Así es la crisis en Madrid. ¡La crisis en Madrid no conseguirá acabar con el espíritu de Madrid!
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