por María José Viera-Gallo
Diario El Mercurio, Revista del Domingo, 18/03/2012
http://diario.elmercurio.com/2012/03/18/revista_del_domingo/revista_del_domingo/noticias/6F424331-36A4-42DD-B87C-13053293A9CE.htm?id={6F424331-36A4-42DD-B87C-13053293A9CE}
La escritora, periodista y co-guionista de la premiada película Joven
y alocada llegó a instalarse en esta ciudad a los 26 años. Una
travesía que emprendió sola, y de la que da cuenta en la primera
crónica de nuestra serie dedicada a las viajeras solitarias.
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Una vez Hemingway le dijo a un amigo: "Si tienes la suerte de haber
vivido en París cuando joven, luego París te acompañará, vayas a donde
vayas, todo el resto de tu vida, ya que París es una fiesta que nos
sigue".
París se me apareció por primera vez a los 5 años detrás de una torre
gigante. De vuelta a Francia, esa mole de fierro que un día había
visto aparecer desde la ventanilla del auto como si se tratara de un
ovni, tenía un nombre -Torre D'Eiffel-, pero el propósito de mi viaje,
un apellido: Rimbaud, a quien a mis 17 años perseguía inútilmente
debajo de los puentes del Sena. En mis siguientes estadías en la
Ciudad Luz, ni la torre de mi infancia ni el poeta de mi adolescencia
ya importaban tanto: todo lo que quería era llegar a la adultez
sentada en un café.
Nunca quise irme a París a escribir. La imagen -color sepia- de un
bloc de notas abandonado sobre una terraza parisina me resultaba tan
grotesca como cualquier souvenir comprado en las afueras de Notre
Dame, llámese ceniceros con el Louvre dibujado al medio o polera
estampada con J'aime Paris. Para una universitaria de mediados de los
90 como yo, la fiesta que Hemingway había encontrado en los años 50 en
la capital francesa se hacía real gracias a sus universidades
gratuitas y arriendos de piezas si bien minúsculas, siempre con
derecho a una tajada de cielo. Ser estudiante era la excusa perfecta
para extender mi prematuro amor por París en una relación más
duradera. Algo que sobreviviera a esas breves temporadas de pasión
turística que ya conocía y siempre me dejaban insatisfecha. Algo que
como bien decía Hemingway hiciera que París se quedara para siempre
conmigo. Cuando le conté a mi papá que me iba, suspiró casi con terror
unas palabras difíciles de olvidar.
-No vas a querer volver nunca más.
Con esa profecía en mi cabeza, a los 26 años, me embarqué en un Air
France destino a Charles de Gaulle.
Recuerdo haber tomado el metro interurbano RER desde el aeropuerto
rumbo a la ciudad y haberme quedado dormida con la cabeza apoyada en
mi maleta. Haber despertado rato después, impregnada de un olor a
hachís que unos chicos árabes de la banlieu fumaban entre un carro y
otro; haber mirado el paisaje moderno, sesentero y grafiteado de los
blocs de la periferia atravesando la ventanilla, y darme cuenta de que
los mejores viajes guardan finales, pero también inicios imprevistos.
No ver la torre a mi llegada era el mejor de los augurios.
Aprendiendo a flanear
Mientras espero que me entreguen un studió cerca de Place de la
Republique, alojo en la casa de un amigo chileno en Le Marais previo a
su fama de branché (trendy, o de moda). Mi amigo, Andrés, estudia
filosofía en la Sorbonne. Los primeros días transcurren así: yo me
quedo en pijama en su departamento y él parte apurado -bolso de cuero
al hombro y casco de moto bajo el brazo- a sus clases magistrales. Por
un minuto proyecto en él todo lo que vine a buscar a París: una visa
de estudiante, una cocina donde preparar mi propio café al despertar,
un estante con libros, un abrigo negro made in France y tardes
interminables de cine.
Consciente de que mi viaje no tiene fecha de regreso, la primera
semana no salgo. Leo Libération e Inrockputibles. Picoteo baguettes de
campo. Miro por la ventana la calle Rambuteau y ese ajetreo parisien
al cual no pertenezco. Cuando finalmente pongo un pie en la calle,
recorro la ciudad libre de esa culpa psicológica por registrarlo todo
en poco tiempo. La antigüedad europea me es tan familiar como dejá vu,
y prefiero perseguir el futuro, llámese cinémá, musique, livres. Las
salas de cine Mk2 se convierten en la extensión natural de mis
rodillas. La Fnac de Bastille, un lounge gratuito donde escaneo
desconcertada los primeros Ep de Air o Daft Punk. Naf Naf se convierte
en mi closet pre-era H&M. Gibert Joseph es mi peregrinaje a la
lectura. Cuando no estoy ahí encerrada, me dedico a entender el
laberinto geográfico de las rue, serpenteando de la rive droite a la
rive gauche con un mapa de bolsillo que todos los parisinos usan. Casi
nunca llego a donde quiero ir y siempre llego a donde nunca quise ir.
Gracias a mi abuela Paulette franco-chilena y a ciertas lecturas de
Flaubert, me abandono sin resistencia al verbo flaner, una palabra
intraducible al español, a mitad de camino entre pasear y dejarse
llevar. Flaneo en un mismo perímetro que va del barrio Les Halles y
Bastille a un lado, al Jardín de Plantas y Saint Michel al otro. Me
cruzo con cosas nunca antes vistas como la bella mezquita, las ruinas
romanas de las Arenas de Lutecia, librerías eróticas, restaurantes
gay.
El ruido de tenedores es la música de fondo de mis almuerzos, que
ocurren siempre en la calle, de pie, caminando o sentada en un
banquito. Descubro alucinada la comida francesa al paso, que justifica
el poco éxito de los McDonald's en Francia; pruebo desde los populares
paninis, unos sándwiches del tamaño de una baguette prensados de
mozarella, tomate y orégano, o roquefort, a toda clase de crepes
saladas y dulces. La de nutella (y nutella banana) se convierte en mi
adicción diaria.
Cuando añoro un tenedor, recuerdo una picada en la plaza Beaubourg que
me mostró mi amigo filósofo donde por pocos francos almuerzas un plat
du jour (entrecote, frites) más un pichet de vin rouge y fromage de
postre. Siempre me ha gustado visitar los supermercados de los lugares
donde viajo, y al poco tiempo ya tengo mis favoritos Franprix o
Monoprix. Ese París gourmet sobrevalorado en el cada día más snob
mercado internacional se me entrega generosamente en pasillos sin
gracia y no tardo en aplicar algo que durante mi crianza en Italia ya
tenía incorporado: el derecho a darse un banquete prescindiendo de
pagar por un menú. Mi bolso empieza a cargar el peso de quesos brie y
crottin de cabra, cremosos yogures Danone, botellas individuales de
vino, picnics que me llevo a casa o picoteo en las plazas, rodeada de
otros parisinos. Descubro que beber vino en la vía pública no sólo no
está prohibido por la ley, sino que es socialmente bien visto como un
derecho a la recreación humana. Brindo por Francia.
Una fiesta que sigue
Me mudo a mi departamento de 30 metros cuadrados en Republique.
Durante los siguientes 4 años en que viviré en París, nunca me iré de
mi arrondissement, el 11. Mis vecinos son una mezcla de ancianos
solitarios, estudiantes igualmente solitarios, inmigrantes aún más
solitarios. A veces mi voz también suena amplificada cuando hablo con
alguien. En el edificio nadie se anima a pedirle un huevo al otro,
pero todos se dicen bonjour, bonsoir, pardon, excuse moi, códigos de
buena educación no siempre evidentes en nuestra hiperventilada
Sudamérica.
Hay cosas que aprendo rápidamente, como por ejemplo, a comprar vino
bueno/barato gracias a una técnica que me enseña el pintor chileno
Carlos Araya, que consiste en mirar qué fila de botellas está más
vacía en los estantes de los supermercados. Los franceses, que beben
vino a diario, no se equivocan. Me hago fiel a un bordeaux de 20
francos (1.800 pesos) que a todos parece gustarle.
A la espera de mi ingreso a la universidad, adopto la costumbre de
sentarme indefinidamente en los cafés. Después de tantos meses de
flaneo, es un premio saber que ningún mozo me va forzar a pagar la
cuenta e irme. Si quiero, puedo quedarme cuatro horas seguidas
disolviendo cubitos de azúcar debajo de la lengua. Esto, que al
comienzo me cuesta asimilar como una costumbre general -la de no hacer
nada- o como dicen los parisinos, de réfléchir, me lleva a pensar más
de la cuenta y por lo tanto a escribir. Antes de que pueda reaccionar,
ya tengo un bloc de notas sobre mi mesita.
Cosas que anoto:
"París, ¿romántica? Sí, pero aquí el amor es como un perfume
intoxicante que no sabes de dónde viene. Ayer aprendí una palabra
nueva dragueur: seductor. Los franceses son especialistas en eso, en
draguer, o sea 'seducir'. La otra vez en el metro un tipo se cruzó
conmigo y me susurró al oído: Un coeur a prendre, refiriéndose a una
cadenita de plata con un corazón que yo llevaba puesta.
¿Cómo te vas a enojar si alguien te dice algo así?".
Salgo de los cafés impregnada a tabaco negro. Ya reconozco el olor a
Gitanes. Cuando no sé qué hacer, camino en dirección al Sena. La
sensación de vivir rodeada de murallas de piedras medievales y viejas
chimeneas grises me hace ansiar un poco de horizonte. Tengo una isla
favorita -la punta de diamante de la Ile Saint Louis, con un árbol
tallado- y un puente recurrente -el Pont Neuf, con asientos
panorámicos.
Cosas que anoto:
"Me gusta la quietud del agua y el sonido hipnótico del tráfico en las
autopistas de los alrededores. Me gusta la luz, casi platinada que se
posa sobre los techos. Y el cielo bajo, pegado a la cabeza, siempre en
movimiento. Me gustan las luces que se encienden como una invasión de
luciérnagas cuando oscurece".
Para no sorprenderme sin destino por la ciudad en pleno invierno,
organizo mis recorridos según las películas que voy a ver. Voy hasta
cinco veces por semana al cine. Paso muchas horas alrededor de la Rue
Des Ecoles, en el Barrio Latino, donde se encuentra una seguidilla de
salas. Le Champo, un precioso edificio que da a una esquina, reestrena
el western favorito de la Nouvelle Vague: Johnny Cash. Sentada a solas
en una butaca por lo general roja, París se me presenta como la
séptima maravilla del mundo. Creo que en esa penumbra soy más feliz
que en cualquier otro lugar. Observo algunos códigos del submundo de
la cinefilia parisina: antes de la séance o función, la gente lee;
durante ésta, nadie come ni habla (a menos que sea murmurando); al
final de la película, todos se quedan quietos en sus asientos hasta
que corre el último crédito.
Lejos del cine, en el mundo real, hay días en que una fina lluvia o un
excesivo papeleo burocrático pueden matar violentamente el encanto de
París. Aprendo a salir siempre con paraguas y a protegerme de esos
franceses hijos de la razón pura que con un simple desolé te cierran
la puerta en la cara. Cuando echo de menos a mi familia y amigos en
Chile, voy a uno de los pocos cibercafé de la ciudad, por suerte a
pocas cuadras de mi casa. En la era temprana y exclusiva de los
e-mails, mis mensajes parecen cartas.
Con el tiempo, conozco otros chileno-parisinos, algunos hijos de
exiliados que nunca regresaron, artistas emigrados a fines de los 80,
estudiantes de cine. Las redes de conocidos se multiplican
rápidamente. Voy a fiestas en departamentos donde se come mucho queso
y se toma vino y todo huele a alfombra y tabaco y a una sensación
conocida de vieja Europa.
París es una ciudad que se abre de a poco y mientras espero una ayuda
del Estado para pagar mi arriendo -un derecho abierto a todos los
estudiantes de la ciudad-, me adentro en ese París pas cher que me
permite vivir tranquila: fruta y verdura en mercado de Belleville,
almuerzos en restaurantes orientales (chinos y vietnamitas en
Menilmontant; hindú en el inolvidable Passage Brady), ropa interior en
la popular Tati y de segunda mano en Sympha.
Me compro una bicicleta en un mercado de las pulgas, pero no renuncio
del todo a usar el metro. El metro me sigue fascinando, con su mezcla
de olor a pipí, aire caliente y goma, y un desfile de personajes
arriba invisibles; oficinistas anoréxicas sin ningún charme,
adolescentes agringados, gente demente que vocifera sus pensamientos
en voz alta, clochards, hombres pálidos y con espinillas que leen
demasiado.
Cosas que escribo:
"El metro acá es como una ciudad paralela: como en toda ciudad se
puede fumar, dormir, besarse, patinar y, cómo no, infringir la ley,
saltarse la barra del ticket. Muchos franceses no pagan, especialmente
jóvenes o tipos que andan muy pressés (apurados) para hacer la fila en
la billetería. En el metro santiaguino sería impensable un submundo
así".
El metro me lleva a un París profundo, antítesis de ese glamoroso que
encierran los anuncios de frascos de perfumes de los Champs Elysée y
barrios chic. Recorro sobre estimulada Barbés, A Chateu D'Eau, barrios
de inmigrantes africanos, del Magreb y las Antillas. Cuando París
menos se parece a París, más me gusta. Regreso al 11, sintiendo que yo
también tengo mi satélite en la ciudad, aunque este se ubique en el
café donde me siento a diario y en el cementerio Pere Lachaise, que
visito cuando me canso de ver gente.
Para los muertos París también sigue siendo una fiesta.
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