por R. Rigoter
Diario El Mercurio, Sección Día a Día, domingo 15 de enero de 2012
Ya el verano se ha instalado. La ciudad se está despoblando poco a poco y me he acostumbrado a despertarme con un rayo de sol que se cuela, tempranero, por la ventana de mi dormitorio, y a gozar, después de la jornada laboral, de unas horas de luz con que la tarde generosamente me aguarda para tomar una copa de vino blanco en la terraza.
Ya las guindas, los melones y las sandías se codean con los damascos y los duraznos en los postres. El cuerpo se siente más liviano e invita al ejercicio físico, y todo se ve más alegre, y flota por el aire la promesa de que algo bueno va a ocurrir. Mientras disfruto de mi copa de vino, la radio trae la melodía de una vieja canción veraniega que reconozco como “Contigo en la Playa” de Nico Fidenco. Y como buen viñamarino, me baja un ansia irresistible de ir a la playa. Cierro los ojos y revivo ese momento incomparable en que, después de una zambullida en las gélidas pero vigorizantes aguas del mar que tranquilo nos baña, me tiendo en la arena tibia y aspiro ese olor acre tan especial del océano, mezclado con perfumes de bronceadores y algo que recuerda el algodón de dulce. “Arena blanca, mar azul”, canta ahora Romina Power. Y caigo en cuenta que por muy trasplantado que esté en esta ciudad, jamás olvidaré la playa, y que sin ella algo le falta al verano.
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