Las mañanitas...

Esta crónica de Roberto Merino
me trajo a la memoria
al profesor Igor Saavedra,
quien solía quedarse trabajando
la una o dos de la mañana
(al filo del toque de queda)
en su oficina de la Facultad
de Ciencias Físicas y Matemáticas
de la Universidad de Chile,
por allá por la década del setenta 
y se aparecía de vuelta
poco antes del mediodía
a su cátedra de mecánica cuántica
o algún otro curso de física teórica
programadas para las doce:
«Horario de caballero, no horario de panadero»
como solía repetir cuando se le consultaba
por qué no hacía clases más temprano.
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No a las mañanas
por Roberto Merino
Diario Las Últimas Noticias,
Lunes 5 de diciembre de 2011

Según Mario Rivas, 
el temible operario de la vida social chilena,
ninguna persona decente anda por la calle
antes de las doce del día.

Esta es una de las miles de sentencias
referidas al protocolo y las buenas costumbres
que Rivas publicó en su página diaria
de  Las Noticias Gráficas durante treinta años.

Se trataba de un cúmulo 
de arbitrariedades muy graciosas,
deslizadas en calidad de consejos
junto a la columna del periodista.

La que yo siempre recuerdo primero
nos hace reír y luego nos deja el efecto
de que se ha dicho algo bastante oscuro:
"Una señorita de buena familia
nunca llega con 
una botella de chicha a la oficina".

Claro, hay una historia mayor,
probablemente una historia real,
cifrada en pocas palabras.

Yo advierto una escena 
más o menos patética,
vinculada quizás 
a esos comercios informales
que se establecen inevitablemente
en toda oficina (venta de quesos,
servicios de manicure,
chalecos de La Ligua,
locos en tiempos de veda, etcétera).

Me imagino también a Rivas
-tal vez en el trance de hacer un trámite-
observando, es decir sapeando la transaca
desde el parapeto de un mesón.

Mario Rivas era enemigo
de las actividades matutinas.

"Que se levanten a las ocho los bueyes,
que tienen el cuero duro", escribió 
parafraseando una versaina satírica.

Consideraba que se había ganado,
en tanto escritor, la prerrogativa
de disponer de sus propios horarios
y de no tener que descoyuntarse
en el trabajoso día a día
de las reparticiones públicas.

Parece que yo tengo
la neurosis opuesta 
a la de Rivas:
no soporto las mañanas
dentro de la casa.

Probablemente esta incomodidad
es un remanente de experiencias desoladoras
de la época en que iba al colegio en la tarde
y me parece "la previa" puertas adentro
hilando babas o pensando en la musaraña,
cualquier cosa que me permitiera
sacarle el bulto al estudio.

Tengo registrado 
-como imagen general del período-
el pálido sol indolente
en una muralla de ladrillos
en el patio de al fondo,
por allá por las artesas y la pileta:
una muralla con tantas telarañas
en sus intersticios.

Había que estudiar, pero ¿por qué no antes
hacer salir a las arañas de sus covachas
con un palito de curagüilla, es decir, de escoba?

Por éste y otros motivos me veo impelido
a abandonar mi casa todos los días
no más allá de las diez.

No me gustan los pasillos vacíos 
de la intimidad matutina,
las toallas secándose sobre una silla,
el regusto del desayuno,
y mucho menos, por cierto,
las prosaicas peloteras
del aseo general:
mesas corridas, polvo barrido,
alfombras aspiradas,
camas sacudidas,
tazas amontonadas,
mientras en la tele
con el volumen suprimido
un tipo con delantal
manipula coliflores
y unas ollas con agua hirviendo.

Qué escalofrío da pensar
en todo eso: es como 
si al sentido de la vida
lo volvieran de revés
y nos mostraran las costuras.

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