Niños teletransportados
por Roberto Merino
Diario Las Últimas Noticias, lunes 12 de septiembre de 2011
Mis hijos han tomado la costumbre
de reírse del niño que fui,
y estiman que la infancia de mi generación
fue una cuestión lamentable, lúgubre, aburrida.
Esto por la carencia de juegos tecnológicos
que se daba en los tempranos juegos setenta
y por la escasa diversidad
de la oferta televisiva de entonces.
Por cierto, yo no recuerdo que en mi niñez
haya tenido a mi disposición objetos prodigiosos,
salvo unas redondelas con pequeñas diapositivas
en tres dimensiones que se veían por medio
de una especie de prismáticos.
[Merino se refiere al famoso juguete
de visión estereoscópica "View-Master".]
Uno terminaba usando las redondelas
para jugar a los platillos voladores
y así las iba olvidando en el fondo del patio
hasta que la lluvia las deshacía en una triste melcocha.
Me da la impresión
de que los niños actuales
se equivocan en su diagnóstico.
Yo no creo haberme aburrido
más que el promedio,
incluso en relación a la vida de hoy.
Cuando el aburrimiento rondaba
siempre había recursos para hacerle el quite.
Hubiera dado el alma en esos largos días
por manipular imágenes en una pantalla
o por poder ver películas a mi arbitrio
pero, como esas posibilidades
no existían en ninguna parte,
me conformaba con leer La Araucana
los sábados y domingos, echado en mi cama.
No tenía otro propósito al leer que entretenerme,
y en ese libro pasan cosas, hay batallas, acción,
viajes y están las proezas de los araucanos
y los exabruptos del joven Hurtado de Mendoza.
Leer La Araucana
me generaba el mismo efecto
que a los niños de ahora
una película de aventuras
con cientos de efectos especiales.
Promovía también,
en el tenebroso comedor de mi casa,
un campeonato de fútbol
donde la cancha era un pizarrón
y los jugadores botones.
Tenía unos ocho equipos
y el tiempo lo medía
sintonizando la radio Cronos,
que iba dando la hora minuto a minuto
en medio de atemperadas tantas comerciales.
El relato del partido lo hacía yo mismo,
imitando a los locutores futboleros de la radio
y su léxico, donde destacaban expresiones
como "reitero", "desborda", "la pelota se aleja
lentamente por la zona del barderín del córner".
[Esas frases largas, como la última,
que menciona Merino,
era lo que confería vértigo al relato
aunque la acción en el estadio
y en tiempo real, no lo eran tanto.
Recuerdo, por ejemplo,
a Darío Verdugo, cuyo relato
era seguido en el mismo Estadio,
por hinchas premunidos
de sus radios portátiles,
las coloridas y
chacharrientas 'transistors',
con el objeto de hacer
más emocionante los partidos
con inolvidables frases anodinas
pronunciadas a mil por hora del tipo:
«cruza la cinta blanca de la mitad de la cancha...
algo que ocurría, en general, con total parsimonia,
digamos un balón bien administrado por un
'Cua-cuá Hormazábal, que no necesitaba
en aquellos tiempos de velocidad,
porque los pases al callo
parecían previamente trazados con tiralíneas.»]
Lo más ridículo eran los nombres de los jugadores:
un botón celeste -goleador del campeonato-
se llamaba Botceles, otro, uno liso, de concheperla,
"obedecía" al nombre de Botlis.
Ah, dorada estupidez de esos años.
Tardes de primavera de los últimos juegos
y de los primeros aguijoneos de la libido.
La flor de la pluma
saturaba la atmósfera inquietante,
los canarios se desgañitaban
con sus trinos desesperados
y dos casas más allá alguien cantaba:
"Klaber, Klaber, finas cecinas
para pan-pan-pan".
Aun ahora tengo, al recordar,
la sensación de vértigo
de esas lecturas y esos juegos,
la certeza de ser transportado
más allá de la realidad
al punto de no escuchar
cuando los adultos
me llamaban a comer
o para mandarme a comprar.
Entre esa teletransportación
y la de los niños de hoy
ante el PlayStation
no hay, en términos
de experiencia concreta,
diferencia alguna.
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