por Carlos Peña Diario El Mercurio, domingo 3 de julio de 2011http://diario.elmercurio.com/2011/07/03/reportajes/opinion/noticias/B76F31B5-7740-40EE-B2A3-8760BDEFD84F.htm?id={B76F31B5-7740-40EE-B2A3-8760BDEFD84F} ¿Cómo deben ser tratadas las universidades? ¿Y los estudiantes? Desde luego, no parece razonable tratar igual a las universidades estatales que a las universidades privadas. Las razones se comprenden fácilmente cuando se compara la situación de la Universidad de Chile (estatal) con la de la Universidad Católica (privada). La primera concentra a los mejores alumnos de las escuelas municipalizadas y subvencionadas. La segunda concentra a los estudiantes más talentosos del sector particular pagado. La primera es neutra a todas las creencias, la segunda es confesional. ¿En qué país se trata igual a entidades tan distintas, una que reproduce las élites (la Universidad Católica) y otra que ayuda a hacerlas más diversas (la Universidad de Chile)? ¿En qué parte el Estado trata de la misma forma a una institución que promueve un punto de vista religioso y a otra que, en cambio, los admite todos bajo una regla de igualdad? En ninguno, salvo en Chile. Por supuesto, las universidades privadas deben recibir aportes con cargo a rentas generales en la medida que produzcan bienes públicos (es el caso, sin duda, de la misma Universidad Católica); pero no parece que tengan buenas razones para recibir aportes directos o subsidios a la oferta. Y si no es razonable tratar igual a las universidades estatales que a las privadas -como lo muestra la comparación entre la Chile y la Católica- tampoco parece correcto tratar igual a todas las privadas. Ocurre que entre las universidades privadas hay algunas que reinvierten la totalidad de sus excedentes (es decir, se trata de instituciones sin fines de lucro ) y otras que, echando mano a distintas artimañas, permiten que parte de esos excedentes se apropien por sus controladores o propietarios (es decir, se trata de instituciones con fines de lucro). ¿Habrá que tratar igual a las universidades que persiguen fines de lucro y a aquellas que, en cambio, no lo hacen? Parece obvio que no. Si se admitiera la existencia de universidades con fines de lucro (como ocurre en EE. UU., Brasil, Colombia, Nueva Zelandia, China, Japón), habría que construir un estatuto que las regule y que impida que reciban subsidios o exenciones de toda índole. Lo que no parece sensato es que, como ocurre hoy, se prohíba la existencia de universidades con fines de lucro; pero se tolere al mismo tiempo que esa regla se transgreda. O se cambia la ley o se la fiscaliza. La tercera vía en estas materias tampoco existe. Las precedentes distinciones permitirían transitar hacia un sistema universitario mejor orientado. En él habría instituciones estatales fuertes cuya presencia impediría que los puntos de vista particulares (legítimos, pero particulares) anegaran el sistema educativo; instituciones privadas sin fines de lucro que podrían acceder a fondos competitivos sujetos a estricta rendición de cuentas; e instituciones privadas con fines de lucro carentes de todo tipo de subsidio. Esas distinciones, sumadas a un sistema de acreditación capaz de medir el desempeño, asegurarían un sistema diverso, con pocas asimetrías de información entre las instituciones y quienes las eligen. ¿Y los estudiantes? ¿Cómo debiera tratárselos? Al revés de las instituciones, a los estudiantes debiera tratárselos igual con prescindencia del lugar en que prefieran estudiar. Este principio obliga a igualar los subsidios y las becas entre los estudiantes que asisten a las universidades estatales y aquellos que asisten a las universidades privadas. Tratar distinto a los estudiantes según cual sea la institución que elijan, carece de toda justificación. Si un estudiante -por razones de fe- decide asistir a una universidad privada confesional, ¿por qué habría de negársele el subsidio? ¿Por qué sólo podrían elegir de acuerdo a sus creencias quienes pueden pagar por sí mismos? Los principios anteriores -tratar distinto a las universidades, pero igual a los estudiantes- ayudarían a diseñar un sistema diverso, capaz de medir el desempeño de sus instituciones y de distribuir más equitativamente las oportunidades entre los alumnos. Quizás sea hora de deliberar en torno a esas alternativas. Deliberar, por supuesto, no es lo mismo que negociar. En una deliberación se pesan razones, en una negociación se intercambian intereses. Heidegger, cuando diagnosticaba el problema de nuestro tiempo, decía, en contra de Marx, que hemos pensado de menos y obrado de más. Al mirar el conflicto educacional es difícil no darle la razón a Heidegger.
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