el mismo viento que rompió tus naves ... y que hace volar a las gaviotas.

Apuntes invernales
por Francisco Mouat
Diario El Mercurio, Sábado 25 de Junio de 2011
http://blogs.elmercurio.com/revistasabado/2011/06/25/apuntes-invernales.asp

1
Había llamado a Ennio Moltedo por teléfono a su casa en Viña y no me
contestaba. Ennio vive solo y tiene sus años. ¿Estaría enfermo? Como
no me respondió en dos o tres semanas, le escribí un correo
electrónico a un amigo suyo que sé que está siempre en contacto con
él: quería contarle que su libro Concreto azul ya está completamente
digitado y corregido, listo para armarse. Sabía que la noticia lo
alegraría. Me llamó al día siguiente. Le pregunté a Ennio por qué
eligió a Concreto azul como el primer libro suyo que quería volver a
publicar, un libro editado en 1967. Me respondió lentamente, dejando
que las palabras cayeran una a una sobre el hilo del teléfono: “La
poesía nace con la niñez. En esos primeros años, en ese mundo incierto
en que todo te maravilla o te impresiona, causándote temores, está uno
observando y preparando la poesía. No hay poeta que no haya sido
poeta-niño. Ya de mayor, viene la retórica y luego el raspado de la
olla. Pero la poesía estuvo antes. Concreto azul me ha parecido el
inicio, la razón de todo lo que hice después. Ahí están los puentes de
Viña que ya no existen. Cada vez que paso por ahí, los vuelvo a
construir”.

2
Fuimos a enterrar a mi tío Jorge Mouat al cementerio, el hermano menor
de mi padre, el hermano menor de cinco hermanos de los que ahora sólo
quedan vivos mi tía Adriana y mi papá. Jorge Winston Mouat Martínez
nació en plena Segunda Guerra Mundial y era un hombre macizo y alto,
risueño y expansivo. La leyenda familiar señala que una tuberculosis
lo afectó a los doce años de edad, y llevó a mi abuela a exagerar los
cuidados del niño, obligándolo a comer un bistec con huevo al almuerzo
y otro a la noche durante meses y tal vez años. La receta materna
permitió que el muchacho saliera fortalecido y rico en proteínas.
Cuando yo era niño, mi tío Jorge y su mujer venían con frecuencia a
casa a jugar naipes con mis padres. Yo me entretenía contando la
cantidad exacta de cigarrillos que él fumaba y se los remarcaba cada
vez que encendía uno nuevo: “Jorge, llevas siete cigarrillos fumados.
Estás prendiendo el octavo”. Qué mocoso insoportable. Él se reía y
nunca olvidó el detalle, incluso cuando dejó de fumar. Dueño de un
espíritu encomiable para disfrutar la vida aunque el diablo metiera su
cola. Acabado el funeral y disperso el cortejo en el cementerio,
acompañé a mi padre a abrazar a su hermana mayor, Adriana. Nunca
olvidaré en mi vida lo que vi: dos hermanos octogenarios apoyando su
frente en la del otro, sostenidos en un abrazo sutil, frágil, único,
inmortal.

3
Una mujer que sabe de las últimas pérdidas me regala un poema de Oscar
Hahn: “Pasarán estos días como pasan/ todos los días malos de la vida/
Amainarán los vientos que te arrasan/ Se estancará la sangre de tu
herida/ El alma errante volverá a su nido/ Lo que ayer se perdió será
encontrado/ El sol será sin mancha concebido/ y saldrá nuevamente en
tu costado/ Y dirás frente al mar: ¿Cómo he podido/ anegado sin
brújula y perdido/ llegar a puerto con las velas rotas?/ Y una voz te
dirá:/ ¿Que no lo sabes?/ El mismo viento que rompió tus naves/ es el
que hace volar a las gaviotas”.

4
Termina el funeral de mi tío, y acompaño a mis padres a la tumba de su
hija, mi hermana. Apoyo mis manos discretamente sobre sus hombros.
Escuchamos juntos al viento: el mismo viento que rompió tus naves y
que hace volar a las gaviotas.

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